¡Que Dios los perdone!
A fierro y fuego y sin dar tiempo a rendirse
Faltaban apenas 15 minutos para las siete de la tarde. El barrio Marconi, allá en las inmediaciones de la cancha de Peñarol, lentamente se aprontaba para clausurar una tarde como siempre, dentro de la rutina casi monótona de los 365 días del año, ni siquiera alterada por la casualidad de un bisiesto que le regala una yapa de 24 horas más para sobrevivir a sus necesidades de todos los días.
De repente, sin preparativos previos, saltó de golpe y porrazo de su perenne anonimato a las primeras planas escandalosas de los diarios. Porque la pólvora y la sangre son "pasto para las fieras” en el amarillismo crónico de aquellos que hacen de la noticia una "bolsa” de cotización empresarial y miden la opinión pública en dólares.
Y después de tantas necesidades nunca divulgadas por esa prensa, calles sin luces, basurales que no se limpian, veredas que se inundan, animales sueltos que amenazan la integridad de los vecinos, baldíos llenos de ratas y alimañas de todo tipo, escuelas ruinosas que a gatas alcanzan para "meter” adentro como sardinas una población escolar muy superior a su real capacidad, un arroyo contaminado y hediondo que inunda al barrio de aguas servidas y malos olores, calles con asfaltos destrozados, y de tantas otras carencias, la “celebridad” le llega nada más y nada menos que a raíz de la pólvora y la sangre.
¡DISPAREN CONTRA LA IGLESIA!
El padre Pablo Bonavía es un joven sacerdote que desde hace algún tiempo actúa como párroco del Sagrado Corazón, una modesta iglesia montevideana asentada allí en la calle Possolo casi Torricellí, manteniendo una tarea pastoral que es reconocida en todo el barrio por su apoyo a los humildes y su constante prédica por la justicia inspirada en la palabra de Dios.
El miércoles 10 de febrero, alrededor de las siete menos cuarto, el padre Pablo se aprestaba a salir para visitar una familia en la calle Salustio, a la que hace poco tiempo atrás se le había incendiado su vivienda. “Fue en eso -nos dijo- que vi llegar por Possolo a dos muchachos muy jóvenes, visiblemente alterados, que me pidieron un vaso de agua. Inmediatamente advertí que uno de ellos estaba herido en un brazo, y en un primer momento pensé que se trataba de algún problema entre adolescentes de los alrededores, que lamentablemente muchas veces terminan de esa forma. Entonces uno de ellos sacó un arma indicándome que los llevara adentro de la parroquia porque los venían persiguiendo, y que echara llave por dentro”.
"Por supuesto -agregó el padre Bonavía- obedecí lo que me indicaron y los conduje a la parte de arriba del salón parroquial donde se encontraba Luis, un seminarista que colabora conmigo en las tareas. Los dos muchachos, de unos 16 ó 17 años, desde el principio me aclararon que no pensaban robar ni agredirnos a nosotros ni a la iglesia. Dijeron que venían huyendo y querían esconderse aquí hasta que pasara todo. Yo les propuse curar al herido, cosa que aceptaron, y mientras lo hacía en ningún momento fui amenazado ni encañonado por ellos. Deseo aclarar bien esto porque alguna prensa desvirtuó todo lo que dije. La única orden –no amenaza- que recibí de ambos, fue que nadie diera señales de vida dentro de la parroquia para no alertar a sus perseguidores. Tanto es así, que el único que llevaba un arma le sacó las balas y las escondió por allí manifestando que no pensaban resistirse”.
“Una vez que curé al muchacho -continuó el cura párroco-, lo ayudé a acostarse en un sillón porque estaba muy débil, y le di agua. En ese momento yo no pensaba en otra cosa que en tratar de aliviarle su herida. Minutos después escuché en el exterior de la iglesia golpes, frenazos, tiros y un tremendo escándalo que se estaba desarrollando afuera”.
“El que se encontraba herido aparecía como temeroso; el otro, que era el que tomaba las decisiones, demostraba una mayor seguridad. Al escuchar los tiros todos nos echamos al suelo; mientras, la parroquia era prácticamente destrozada por las fuerzas policiales desde el exterior.”
NO TIREN, SOY EL CURA
En el transcurso de la charla el padre Pablo nos manifestó que "no hubo en ningún momento por parte de las fuerzas policiales una voz, un diálogo, instándolos a rendirse sin prestar resistencia. Simplemente comenzaron a disparar contra la parroquia desde todos los ángulos, ya que la habían rodeado totalmente, sin siquiera intentar resolver por otra vía la situación. Este procedimiento me parece absolutamente incorrecto, porque creo que antes de disparar a través de las ventanas, poniendo en peligro la vida de todos, tendrían que haber intentado solucionar la situación por otros medios. Más aún dado que los muchachos no intentaron en ningún momento resistirse porque a esa altura ya estaban desarmados”.
"Me di cuenta entonces que tenía que hacer algo para establecer el diálogo -prosiguió el padre. Si entraban y nos encontraban a los cuatro en el piso, la confusión podría seguramente provocar una masacre. Me fui acercando a la ventana del baño y gritaba: 'No tiren más, yo soy el cura y están dispuestos a entregarse’. La respuesta a mis reiterados gritos fueron otros balazos, e incluso, en un momento en que un policía logró romper el vidrio de una ventana, cuando me enfrenté con las manos en alto gritando ‘soy el cura' me disparó un balazo que por pura casualidad no me alcanzó de lleno”.
“A aquella altura esto era una cosa impresionante. Mientras seguía intentando establecer el diálogo, un grupo de policías logró entrar por una ventana y nos enfrentamos a ellos, los cuatro, con los brazos en alto. Deseo aclarar que al revés de lo que algunos diarios dijeron, no hubo ningún forcejeo entre los muchachos, ya que se entregaron sin oponer la más mínima resistencia.”
DESPUES SE SUPO TODO
Después se supo que los muchachos junto a otros, más o menos de su misma edad, habían sido poco rato antes los responsables del copamíento y asalto de las oficinas de la agencia Punto Publicidad sita en Bulevar Artigas y Miguelete, de donde, tras amenazar con armas y encerrar en el baño a propietarios, empleados y clientes, se habían alzado con una suma importante de dinero y otros efectos huyendo en un taxi a cuyo chofer llevaban secuestrado rumbo al Cerrito de la Victoria.
La persecución terminó en la parroquia del barrio Marconi. Al otro día, la prensa dedicó sus primeras páginas al hecho. Pero no se dijo todo. No se dijo que por poco matan de un tiro al padre Pablo. No se dijo que se entró a sangre y fuego a la iglesia sin ninguna intimación previa. No se dijo que los muchachos habían decidido no resistirse. No se dijo que se violaron principios y normas que a ningún delincuente pueden negársele, como es la posibilidad de entregarse sin resistencia. Como tampoco se dijo que la policía disparó primero y quizás pensaba "preguntar después” (como decía un cuento muy viejo que alguna vez escuchamos).
Diez móviles policiales, más o menos cuarenta efectivos armados a guerra entre funcionarios de Hurtos y Rapiñas, Radio Patrulla, Guardia Metropolitana y hasta agentes de civil, parece un despliegue inusitado para apresar a dos muchachos de 16 y 17 años, uno de ellos herido, con solamente un revólver, y además, decididos a no resistirse y desarmados en el momento de la invasión.
Una parroquia destrozada, y la conmoción de todo un barrio es el saldo más trágico de todo este suceso. No se trata de defender a los muchachos quienes indudablemente andaban en “la pesada” y sabían el riesgo que corrían, sino, insistimos, de darles la posibilidad de entregarse sin resistencia y de defender la seguridad de los ciudadanos, porque todos estamos expuestos a vivir una instancia como la del padre Pablo, y “sin comerla ni bebería” terminar con un batazo en la cabeza.
Si esto pasó en la casa de Dios, ¿te imaginás, hermano lo que podría pasar en la tuya o en la mía, donde el diablo dos por tres deja un olor a azufre que ni te cuento? ¿O no?