Siempre digo que los cinco años que estuve como cura en la parroquia de Possolo fueron para mí una bendición de Dios. Quienes me conocen saben que cuando repaso lo vivido en ese tiempo con la comunidad y el barrio - descubro que me ayudaron a cambiar mi manera de ser vecino, de compartir la fe en Jesús y de comprender mi servicio en la comunidad. Que para mí hubo un antes y un después de aquella experiencia. Pero ¿en qué consistió ese cambio?
No es fácil decirlo en palabras. Un hecho concreto puede expresarlo mejor. Recuerdo que apenas llegué a la parroquia varias personas me sugirieron que fuera a visitar a Julio César, un adolescente que desde hacía meses estaba prácticamente inmóvil como consecuencia de una enfermedad que le había ido paralizando poco a poco todos sus músculos. Era importante ir a darle ánimo, trasmitirle esperanza, acompañar a su familia, decirle que Dios estaba presente en medio de su sufrimiento. Me sentí que no podía fallar. Como ser humano y como cura. Durante días me preparé anímicamente para la visita y hasta ensayé varias veces lo que debía decirle. Lo importante, me parecía, era trasmitirle fuerza y dar con las palabras justas. Era lo que había hecho como sacerdote hasta ese momento, sobre todo en el acompañamiento en el medio universitario, con los seminaristas, en las responsabilidades asumidas en los diversos organismos pastorales. En todos esos espacios mi preocupación sincera era brindar un servicio lo más serio y eficiente posible poniendo lo mejor de mí en cada encuentro o actividad ... pero quizás -lo descubrí después - demasiado centrado en mi rol y sin poder evitar cierta actitud paternalista.
El encuentro con Julio César me cambió todo. Yo esperaba encontrarme con un muchacho deprimido, enojado con la vida y con Dios, centrado en sus crecientes dolores preocupado por las molestias que provocaba en su familia (a esa altura ya no podía siquiera darse vuelta solo en la cama) y quejándose porque ya no podía jugar al fútbol con los vecinos como años antes. Él por el contrario me recibió con una sonrisa de oreja a oreja, trasluciendo una profunda alegría de vivir, casi despreocupado de lo que le estaba tocando afrontar, dándome la bienvenida al barrio y preguntándome cómo me sentía yo en la nueva situación. Y todavía hablándome con entusiasmo de un cumpleaños de 15 al que lo habían invitado al sábado siguiente: sus amigos lo llevarían en una silla de ruedas y además haría de disk jockey. Yo que iba a darle ánimo, a intentar buscar explicaciones a su sufrimiento, a hablarle de Dios… descubrí que Dios me estaba dando una lección para toda la vida a través de quien se supone era digno de lástima y sólo podía presentar discapacidades.
Julio César no era un héroe. Tampoco un superdotado. Era alguien que precisamente por no haberse aislado en su sufrimiento, con la compañía y el apoyo de su familia, amigos del barrio y la comunidad cristiana, había logrado descubrir en medio de su dolor algo muy evangélico: lo pequeño, los pequeños, los que no cuentan, tienen una capacidad de transformación de sí mismos y de la realidad que el mundo y la iglesia necesitamos como el agua.
Para mí compartir aquellos años en la comunidad de Possolo, en medio de tantas personas sencillas y entrañables, significó aprender que el ser frágiles, limitados, pobres, no ha de vivirse como una deprimente condena sino como la posibilidad de conectar con una fuente radical de dignidad, de valor y de fuerza que los ‘fuertes’ no conocen. Más aún: descubrir la debilidad como lugar privilegiado de la misericordia y la solidaridad. El lugar donde reside el Padre vivido y anunciado por Jesús, el Dios que se oculta en la pequeñez.
Creo que hoy la comunidad de Possolo sigue teniendo esta vocación, este don de Dios. En un mundo que nos repite todos los días que ‘la salvación viene de los fuertes’ ella seguirá recordándonos el anuncio confirmado definitivamente en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret: ‘La piedra desechada por los arquitectos es ahora la piedra fundamental’. (Marcos 12, 9- 10).
Pablo Bonavía
Profundo, sencillo e intimo es el comentario del Padre Pablo, a quien tuve la bendición de conocer en la comunidad de Posolo, a la cual pertenecí tantos años.LO revela tal cual, un ser de fé, de luz y sin embargo humilde, sus palabras contando sus sentimientos y emociones nos lo demuestra: como una comunidad inserta en un barrio tan humilde, de gente común, trabajadora, lograron "enseñarle" a un Sacerdote de la talla de Pablo!!! Y es porque el Señor vive en él, solo así podría ver tanto. Gracias Padre Pablo:
ResponderEliminarYvonne Sánchez.- ´
Gracias Pablo. Todos nosotros también te recordamos con mucho cariño y respeto.
ResponderEliminarTu experiencia enriquecedora en la iglesia de Possolo quedó consignada en un reportaje que te realizamos hace cerca de diez años. Pablo, un fuerte abrazo desde el barrio Porvenir.
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