sábado, 31 de marzo de 2018

Domingo de Pascua.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34a.37-43; Salmo 118(117),1-2.16ab-17.22-23; 2ª lectura: Colosenses 3,1-4; Evangelio según San Juan 20,1-9. 

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que en Jesús se hizo uno de nosotros, y siendo fiel a proyecto de amor del Padre hasta la muerte de Cruz nos salvó, y por su Resurrección nos regaló el acceso a una vida plena en comunión con Dios y nuestros hermanos.

Es Pascua, es el día más feliz de la historia. El amor ha triunfado. Cuando parecía que el mal había vencido, cuando la oscuridad había llenado la tierra, cuando el mal había desplegado todos sus poderes y parecía que aplastaba al bien, el amor de Dios nos logra la victoria final y definitiva.

Hoy la comunidad siente que “le vuelve el alma al cuerpo”. El viernes habíamos contemplado a nuestro Señor y Maestro muerto en la Cruz, y con Él, también nuestras esperanzas habían muerto. El silencio del sábado y la oscuridad de la tumba nos llenaron de preguntas: ¿por qué?, ¿qué sentido tiene todo esto?, y ahora, ¿cómo seguimos? Hoy, al ver el sepulcro vacío, y al sentir la presencia del Señor Resucitado, todas nuestras preguntas encontraron su respuesta.

Lo que hasta ayer era la más absoluta oscuridad, hoy está lleno de la luz de Cristo; lo que ayer era un doloroso silencio hoy es un canto lleno de alegría; lo que ayer parecía ser un aplastante triunfo del mal y derrota del bien, hoy se ve invertido, es el bien el que ha triunfado definitivamente; lo que ayer era muerte, hoy es Vida.

Gracias a este día tan admirable toda nuestra vida cobra un nuevo sentido: ya sabemos hacia dónde vamos. Vamos a ser como Jesús Glorioso, a ser las personas más plenas, en plena comunión con Dios y nuestros hermanos, vamos a ser plenamente felices; y esta convicción nos llena de esperanza y alegría. 

Aunque muchas veces parezca que el mal en el mundo nos arrolla, aunque tantas veces escuchemos a las personas decir “esto no lo arregla nadie”, “esto se va al tacho”, nosotros sabemos que es falso. Jesús ya venció al mal y a la muerte. Entonces lo que ahora nos parece ser derrota, en Jesús sabemos que es victoria. Sabemos que al final de nuestros días Él nos hará plenamente felices, y esta convicción tendría que darnos nuevas fuerzas para seguir adelante aún en las dificultades, a seguir creyendo a pesar de tanta oscuridad, a permanecer firmes en la fe en medio de tantas preocupaciones.

Y para que seamos conscientes de todo esto, y para hacernos beneficiarios de la salvación que nos consiguió en la Pascua, dejó en su Iglesia gestos y palabras que llamamos sacramentos, gracias a los cuales nos encontramos con este mismo Jesús que transforma nuestras vidas. 

Hoy la comunidad está llena de alegría: hemos descubierto que Dios nos ama hasta dar su vida por nosotros. Hemos descubierto que por la Cruz y Resurrección del Señor tenemos acceso a una nueva vida plena. Ésta es una noticia demasiado grande e importante como para guardarla egoístamente. Hoy la comunidad siente que no puede callar lo que ha visto y oído. 

Hoy la comunidad se convierte en misionera, en portadores de luz para llevar a quienes viven en la oscuridad; en portadores de esperanza para quienes viven desolados; en portadores de alegría para quienes viven apenados; en misioneros de un Amor que vence al mal y la muerte, y nos llena de nueva vida.

Pidamos al Señor Resucitado que nos ayude a gustar de su Resurrección, resucitándonos de nuestras heridas, sanándonos de nuestras enfermedades, rescatándonos de nuestras tristezas. Y a María, la mujer más admirable de la historia, que conoció el dolor más profundo y la felicidad más completa, que nos ayude a tener una fe firme como ella, y a seguir tomando conciencia que Jesús nos salvó para vivir en comunidad.    

viernes, 30 de marzo de 2018

Viernes Santo

1ª lectura: Isaías 52,13-15.53,1-12; Salmo 31(30),2.6.12-13.15-16.17.25; 2ª lectura: Hebreos 4,14-16.5,7-9; Evangelio según San Juan 18,1-40.19,1-42. 

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que en Jesús asumió toda nuestra humanidad, hasta nuestros rincones más oscuros, y por su fidelidad hasta la muerte de cruz, nos salvó y reconcilió todas las cosas con Dios. ¡Qué bueno es Dios! que se hace solidario con nuestro dolor, nuestros sufrimientos y nuestras heridas.Creo que éstos son dos de los grandes mensajes que celebramos este día.

Obra del Pbro. Ricardo Ramos.
El relato de la Pasión según San Juan nos propone contemplar el escándalo del juicio y condena de Jesús. El Evangelista San Juan, un verdadero genio de la Escritura, nos muestra con ironía esta escena donde los romanos visten a Jesús como rey para burlarse de Él, sin saber que en realidad se están burlando del Rey del Universo, Aquél por Quién ellos mismos fueron creados, Aquél a quien deben su existencia. Lo mismo vale para las autoridades judías, que con la excusa de defender la ley de Moisés, condenan a muerte al Nuevo y Verdadero Moisés, al Verdadero Liberador, al que está por encima de toda ley. Es realmente escandaloso para nosotros que lo vemos tan claro; obviamente no lo era para ellos.

Por eso, es aún más admirable la humildad de Jesús, y su obediencia a la Voluntad del Padre, que consistía en ser fiel al Proyecto de Amor del Padre hasta el extremo de dar su vida por nosotros. Hoy, por su fidelidad e infinito amor nos salvó. Este día es el centro de la historia.

Pero dijimos que en esta semana santa acompañaríamos a la comunidad de los discípulos, porque su camino es el camino de nuestra comunidad. Pues bien, para la comunidad de discípulos hoy es el día de la crisis absoluta, la crisis de la fe, del sentido, del desconcierto. Este Jesús al que seguían no resultó ser lo que ellos esperaban, un ser superpoderoso que los libraría de la opresión extranjera y solucionaría todos los males del mundo (convengamos que si su sueño se hubiese cumplido, Jesús habría anulado nuestra libertad, no se hubiese hecho uno de nosotros y no nos habría salvado). Los discípulos aún no habían entendido con profundidad todas las enseñanzas de su Maestro. También nosotros como comunidad muchas veces no entendemos las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia, muchas veces nos equivocamos y herimos al hermano, muchas veces tenemos dudas y crisis de fe, que nos llevan a decir ¿dónde está Dios? La Cruz es la crisis por excelencia. Es el acontecimiento más absurdo de la historia: no tiene sentido, matamos al que más nos ama; pero Jesús por su infinito amor y por su resurrección lleno este acontecimiento de sentido, y convirtió un supuesto fracaso en la victoria más arrolladora de la historia por la cual todos fuimos salvados. Gracias a la Cruz, todas nuestras crisis pueden tener un nuevo sentido. Jesús llena de sentido nuestra vida. Si cargamos solos con nuestras crisis, seguramente seremos aplastados por ellas. Si las ponemos en la Cruz, Jesús nos dará la fuerza que nos resucita y levanta de las crisis, y así, cada crisis se convierten, no en un evento negativo, sino en una oportunidad de crecer en la fe y acercarse más a Jesús.

Por esto, en cada crisis, cuando nos preguntemos ¿dónde está Dios?, los invito a mirar la Cruz: Él está ahí, solidarizándose con nuestro dolor, nuestras heridas son sus heridas, pero Él tiene el poder de resucitarlas. 

Y recordemos que en cada sacramento actualizamos ese inmenso gesto de amor de Jesús en la Cruz. En cada sacramento nos encontramos con su amor que nos sana y libera.

Y si decimos que Jesús nos salvó para vivir en comunidad, podemos decir también que la comunidad sana es la que sabe perseverar junto a la Cruz, aunque seamos pocos, aunque seamos los mismos de siempre, porque no es comunidad la que se reúne sólo cuando hay fiesta, sino aquélla que comparte la vida de cada día, con sus alegrías pero también con sus tristezas.

Pidámosle a Jesús que nos ayude a tomar conciencia de que Él nunca nos abandona, que nos ayude a tomar conciencia de su amor que persevera en Cruz, amor perfecto; y a María, nuestra Madre que supo llorar tanto viendo a su Hijo en la Cruz, pero firme en la esperanza en un Dios que nunca falta ni falla, que nos ayude a comprender junto a la Cruz, que Jesús nos salvó para vivir en comunidad. 

jueves, 29 de marzo de 2018

Jueves Santo: Misa de la Cena del Señor.

1ª Exodo 12,1-8.11-14; Salmo 116(115),12-13.15-16bc.17-18; 2ª lectura: Carta I de San Pablo a los Corintios 11,23-26; Evangelio según San Juan 13,1-15.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que siendo el Creador Omnipotente del Universo, por amor se hace servidor de todos; Él, que es el primero, se hace el último.

Estamos celebrando la Cena del Señor, y contemplamos este texto magnífico del Evangelio de San Juan. Para comprenderlo hay que hacer algunas consideraciones previas.

El Evangelio de San Juan fue puesto por escrito sobre fines del siglo I, cuando ya los tres evangelios sinópticos (San Marcos, San Mateo, y San Lucas) estaban incorporados a la vida de la comunidad. Por eso, el evangelio de San Juan es en muchas cosas distinto, es que da por supuesta la fe de una comunidad, y entonces no quiere repetir relatos que la comunidad ya conoce, sino profundizar de forma teológica en varios hechos de la vida de Jesús. Por eso, al relatar la Última Cena, no nos relata la institución de la Eucaristía, relato que la comunidad ya conoce, sino el lavatorio de los pies, dejándonos una enseñanza de una profundidad que los próximos renglones no alcanzarán para describirla, pero por lo menos, para hacerla explícita.

Estamos en el contexto de la Última Cena, es decir, de la institución de la Eucaristía. Ella está en el trasfondo de este relato. Al presentar el lavatorio de los pies, de manera genial, Juan une la Eucaristía al servicio por tres grandes motivos: 1) la los gestos y palabras de Jesús en esta cena anticipan su entrega de amor en la Cruz: el pan que se parte y comparte anticipa su carne despedazada durante la Pasión, el cáliz que se comparte, anticipa su sangre derramada en la Cruz, y todo esto para nuestra salvación; la Eucaristía es memorial de la entrega de Jesús en la Cruz, Eucaristía y Cruz están indisolublemente unidas; 2) el lavatorio de los pies es un acto que anticipa el gran servicio que Jesús hará a la humanidad en la Cruz, el que ahora limpia los pies con agua, más tarde nos purificará de nuestros pecados por su sangre y nos alcanzará la Salvación; Servicio y Cruz, están indisolublemente unidos; de estos dos puntos, podemos deducir que 3) Eucaristía y Servicio están indisolublemente unidos, lo que traducido significa que no podemos amar a Dios sin amar a los hermanos, no podemos servir a Dios si no servimos a los hermanos, no podemos vivir de manera "espiritualista y egoísta pensando que "el Señor y yo nos arreglamos", o "con que vaya a Misa alcanza". Por eso la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana, porque nos nutrimos de ella para amar mejor a nuestros hermanos y volver con ellos a la misma mesa eucarística. "Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.

Con razón el salmista expresa "¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?" Y se responde "Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor", como diciendo "amor, con amor se paga", porque para nosotros "alzar la copa" nos remite a la Eucaristía, y ésta, al amor gratuito de Dios que nos sana y salva, y nos invita a comunicarlo gratuitamente a los demás.

A este Dios que es capaz de hacerse el último para salvarnos, le vamos a pedir que nos regale comprender cabalmente cuán grande es su amor por nosotros; y a María, Madre de Misericordia, le vamos a pedir que nos regale crecer en la vivencia del amor y el servicio que su Hijo nos enseñó, para que podamos decir con ella "He aquí la servidora/el servidor del Señor, hágase en mí según su Palabra". 

Jueves Santo: Hora Santa.

La comunidad de la Capilla de La Luz, preparó, además de la celebración eucarística, también la hora santa de Adoración al Santísimo, y nos ayudaron a rezar a partir de extractos de las homilías de San Juan Crisóstomo sobre el evangelio de san Mateo 50,3-4. 

Aquí compartimos los extractos:

1) ¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: “Esto es mi cuerpo” y con su palabra llevó a la realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer”...
2) Honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado; pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le agrada, no en el que a nosotros nos place. Así tú debes tributar al Señor el honor que El mismo te indicó, distribuyendo tus riquezas a los pobres...
3) ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua?...
4) Piensa, pues, que es esto lo que debes hacer con Cristo, cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo. Os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Porque el templo del hermano necesitado es mucho más precioso que aquel otro...

Es notable que, hace 1.600 años, San Juan Crisóstomo tuviese tan claro el nexo indisoluble entre liturgia y solidaridad. Y pensar que aún nos cuestionamos muchas veces si el compromiso social es parte de la Evangelización o no. 

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miércoles, 28 de marzo de 2018

Miércoles Santo

1ª lectura: Isaías 50,4-9a; Salmo 69(68),8-10.21-22.31.33-34; Evangelio según San Mateo 26,14-25.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama a pesar de que tantas veces lo traicionamos, o nos alejamos de Él.

Estamos recorriendo el camino de Jesús y la comunidad de los discípulos hacia la Pascua. Hoy presenciamos cómo un integrante de la comunidad, uno de los Doce, planea entregar a Jesús a quienes querían matarlo. Otros preparan la Cena de Pascua, a pedido de Jesús. Así de heterogénea es la comunidad de los discípulos, así es nuestra comunidad. 

Jesús aceptaba conscientemente la presencia de Judas en su comunidad, porque si Dios no lo amaba, ¿quién lo iba a hacer?, si Dios no le daba una oportunidad, ¿quién se la iba a dar? Judas es un misterio, como lo somos nosotros. Él presenció los milagros, vio a Jesús amando a todos, vio en Jesús un líder formidable; ¿cómo se puede traicionar a un hombre así? Dicen algunos estudiosos, que para Judas, Jesús tenía un defecto; no mostraba intención alguna de levantarse en armas contra el poder extranjero que los oprimía. Algunos dicen que la traición de Judas fue un intento desesperado de éste para que Jesús revelara todo su poder. Pero los caminos de Dios no son nuestros caminos. Si el supuesto deseo de Judas se hubiese cumplido, Jesús habría anulado nuestra libertad, no hubiese sido igual a nosotros en todo menos en el pecado, y no nos habría salvado. El plan de Dios era otro, y lo escuchamos el domingo en el hermoso himno de los Filipenses: “Jesús, siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres”… Y siendo igual a nosotros en todo, menos en el pecado, fue fiel al proyecto de amor del Padre hasta la muerte y muerte de cruz. “Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. Y siendo fiel a este proyecto de amor del Padre, nos salvó.

Judas es un misterio, como lo somos nosotros. Estoy cansado de escuchar que me digan: “yo no voy a la Iglesia porque hay gente que va y después critica a los demás, o no es buena gente, etc.”. Además de que esta clase de personas no es capaz de reconocer sus propios defectos, parecen no saber nada de Jesús, que vino a buscar y salvar lo que estaba perdido, que vino a sanar a los enfermos, y rescatar a los pecadores. Sí, la Iglesia está llena de pecadores, porque las únicas dos personas que no pecaron jamás fueron Jesús y María; el resto somos todos pecadores. Y cierto que hay pecados más graves que otros, pero todos, hasta el más privado, hiere nuestra relación con Dios, con los hermanos, conmigo mismo y con la Creación; todo pecado está en contra del proyecto de amor y felicidad del Padre por nosotros; todo pecado es, en cierta medida, una traición a Jesús.

Pero luego de reconocer que somos pecadores debemos inmediatamente recordar que el amor y la misericordia de Dios son infinitos. Jesús seguía amando a Judas, a pesar de su traición, fue Judas quien no le dio la oportunidad a Jesús de perdonarlo. Así también, el Padre nos está esperando para abrazarnos después de cada caída, y para darnos fuerza para no caer. 

Jesús, por su fidelidad hasta la Cruz sanó todas nuestras heridas, y nos salvó. En los sacramentos nos hacemos beneficiarios de ese amor. En el sacramento de la Reconciliación, Jesús mismo nos espera para darnos su perdón, hacernos sentir su amor y darnos fuerza para seguir adelante. Aprovechar de celebrar este sacramento nos ayuda también a vivir en comunidad, porque el pecado la hiere, y el perdón la sana.

Pidamos al Señor que nos ayude a aceptarnos tal como somos y a no juzgar a los demás. Y a María, nuestra Madre, que nos ayude a seguir tomando conciencia que Jesús nos salvó para vivir en comunidad.

Martes Santo.

1ª lectura: Isaías 49,1-6; Salmo 71(70),1-2.3-4a.5-6ab.15.17; Evangelio según San Juan 13,21-33.36-38.

¡Qué bueno es Dios!, que es fiel a su amor por nosotros hasta las últimas consecuencias.

Esta semana está cargada de claroscuros. Encontramos la oscuridad de quienes ansían detener y matar a Jesús; la oscuridad de la traición de uno de los discípulos, Judas Iscariote; la oscuridad de la soledad de Jesús porque sus discípulos no entienden nada. Pero esta oscuridad, como en las obras de arte, viene a destacar la luz del amor fiel de Jesús hasta la muerte. Él es la Luz, y las tinieblas no pudieron vencerla.

Contemplamos en el evangelio parte de la Última Cena. En ella Jesús instituye la Eucaristía y dirige a los discípulos sus últimas recomendaciones. Conmovido, Jesús anuncia la traición de uno de los suyos, lo que provoca la salida de Judas, que se va a la oscuridad de la noche. Los demás discípulos siguen sin enterarse de lo que está pasando, y de lo que va pasar Jesús en las próximas horas.

Ahora comienza, en San Juan, la hora de la glorificación de Jesús, que coincide con su Pasión. La gloria se manifiesta en un amor fiel que vence al odio, a la traición, a la negación, a la oscuridad y la muerte.

Una vez más Pedro no resiste su impulsividad. Frente al anuncio de Jesús de que todos lo abandonarían, responde que él jamás lo hará, y de que daría su vida por Jesús. Pedro aún no ha tomado contacto con su fragilidad, aún se cree invencible. Jesús anuncia su triple negación.

Odio, traición, negación, oscuridad y amenaza de muerte: sólo un amor infinito puede justificar la entrega fiel de Jesús. Es que, como dice Isaías, somos valiosos a los ojos de Dios. Él nos ama tanto, al punto de tolerar nuestros desprecios. Aunque nosotros nos alejemos de Él, Él no se aleja; aunque nosotros fallemos, Él no falla; por eso podemos decir que es nuestra fortaleza, nuestro refugio, nuestra Roca salvadora y nuestra seguridad. Pero como he dicho varias veces. 

Un amor así no resiste ser encerrado egoístamente en nuestro corazón, pide salir, comunicarse a los demás. Por esto, Dios nos dice a través de Isaías:  "Es demasiado poco que seas mi Servidor... yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra". 

A este Dios que es tan bueno, le vamos a dar gracias por amarnos tanto, y le vamos a pedir que nos ayude a tomar conciencia de su amor; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, Madre de la Luz y el Amor, le vamos a pedir que podamos ser como ella misioneros que lleven la luz a los demás y el anuncio de que Dios nos ama, y nos regala su salvación.

lunes, 26 de marzo de 2018

Vía Crucis Encarnado.

Esta tarde tuve una experiencia de Vía Crucis Encarnado. No fue una práctica de piedad ni devoción; pero humildemente creo que fue acción del Espíritu que viene en ayuda de los más necesitados.

Hoy vino a Misa una persona que está muy comprometida en el trabajo social del barrio. También vino Angélica Ferreira, amiga del P. Cacho junto a otra vecina. Al finalizar, les ofrecí traslado a las tres.

Al dejar a Angélica y su vecina, la persona a la que me refiero (no puedo dar datos por lo riesgoso de la situación que voy a relatar), me preguntó si era posible ir a un determinado lugar a ver a otra persona a quien pensaba visitar mañana, pero como estábamos cerca, pensaba que sería bueno pasar hoy. Dije que sí.

Cuando llegamos al lugar, nos encontramos con una vieja camioneta cargada con una mudanza, y un familiar de la persona que visitaríamos. Allí nos enteramos que se estaban mudando en ese momento. La razón: en la noche los habían copado (dentro de este modus operandi de echar a los vecinos del barrio para apropiarse de sus ranchos con fines delictivos), y estaban amenazados. Si se quedaban, no sé qué podría pasar esta noche. Llegué hasta la puerta del ranchito de esta persona, y contemplé una de las escenas más dolorosas que he visto: una familia numerosa, decidiendo qué llevar y qué dejar (inclusive, tomando la dolorosa decisión de dejar mascotas de los niños, que a alguien le puede sonar superfluo, pero que estos niños habían cuidado todo este tiempo). La persona que había venido a Misa me pregunta de la posibilidad de trasladar a los niños a su nuevo hogar, y obviamente dije que sí.

En mi pequeño auto entramos tres adultos, cuatro niños y dos gatitos, que por su tamaño fue posible trasladar. Salimos detrás de la vieja camioneta, que por poco logró vencer uno de los tantos repechos que teníamos en el camino. La marcha lenta de la camioneta, las imágenes que había visto, convirtieron ese traslado en mi Vía Crucis. Detrás de mí, una de las niñas iba llorando. Sus hermanos trataban de consolarla, otro hablaba de los amigos que dejaba, del cambio de escuela, entre otras cosas. Fue un traslado lleno de dolor. El ritmo de la camioneta hacía que de verdad aquello fuese un camino con "estaciones". Sin lugar a dudas, este trayecto era el mismo Jesús, cargando con la Cruz de la injusticia, el dolor, la desprotección de los más desfavorecidos. 

Llegamos a destino. No supe qué decir. Me agradecieron, pero yo seguí con el llanto de esa niña en mi corazón, y la impotencia frente a la situación de tantas personas que como ellas, deben dejar su hogar de manera violenta e injusta.

Y pensar, que me dejo desanimar por "discusiones de sacristía", mientras una niña llora porque tiene que dejar el hogar que habitó desde su nacimiento. 

Sin lugar a dudas, fue una experiencia dolorosa, pero al igual que la Cruz, aportó su lado de Luz. Sin buscarlo, acompañamos a esta familia en un momento muy duro. De alguna manera, hicimos presente a este Jesús que camina a nuestro lado, y carga con nuestros dolores.

Decidí escribirlo por varias razones: porque muchas personas se enteran de estos hechos por los informativos, pero no se enteran del dolor que existe detrás de cada una de estas situaciones. Para mí, estos hechos dejaron de ser noticia; hoy tienen un rostro concreto, y un sonido concreto, el llanto de esa niña. Lo escribo para grabarlo en mi memoria, y para tenerlo presente, cada vez que me desaniman "discusiones de sacristía", mientras Jesús sigue cargando la Cruz junto a los más desfavorecidos.

Lunes Santo.

1ª lectura: Isaías 42,1-7; Salmo 27(26),1.2.3.13-14; Evangelio según San Juan 12,1-11.

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que por amarnos tanto, acepta nuestras muestras de amor, aunque sean irracionales, o alocadas a los ojos de los demás.

La Iglesia nos propone meditar hoy una escena del evangelio hermosa por demás, la cena de Jesús con sus queridos amigos de Betania. Si recordamos, en el capítulo anterior a este texto meditamos la resurrección de Lázaro. Hoy los tres hermanos celebran este hecho y ofrecen a Jesús en agradecimiento esta cena. Lázaro no habla, pero su sola presencia dice tanto como para que las autoridades judías planeen matarlo, ya que, muchos al ver a Lázaro vivo comenzaban a creer en Jesús. Marta está sirviendo, pero no como aquella vez en que pidió a Jesús que rezongara a su hermana por no ayudarla en los quehaceres de la casa. Y María… merece un capítulo aparte.

María hace un gesto que incomoda a todos, menos a Jesús. Ella derrama a los pies de Jesús este perfume de nardo puro, que en la época costaba el sueldo de todo un año, y luego los seca con sus propios cabellos. Es un gesto de amor y gratitud fuera de serie. Imagino a Jesús apreciar este gesto con una actitud orante, este gesto lo habrá hecho orar a su Padre, y a su vez contemplar con sagrado respeto el misterio de la libertad humana. Judas se escandaliza, poniendo como excusa la ayuda a los pobres, pero Jesús rescata este gesto y a esta mujer, y anticipa lo que pronto sucederá, su Pasión y muerte.

Hoy la comunidad está reunida en torno a Jesús. En ella hay personas a las que Jesús les cambió la vida: Lázaro, Marta, y María; y otras que se resisten a ello como Judas. Hoy se mezclan la alegría y gratitud de los amigos de Jesús por la vida, y la incomprensión, el odio y los deseos de muerte de quienes rechazan a Jesús. Pero Jesús admitía conscientemente en su comunidad a Judas, porque si Dios no le mostraba su amor, ¿quién lo iba a hacer? Esto para decir que la comunidad nunca es perfecta, y que los que la integramos somos muy diferentes -gracias a Dios- con nuestros defectos y virtudes; pero en definitiva es Dios quien nos ama, y porque nos ama nos llama a vivir en comunidad aceptándonos tal como somos. Por esto, estamos invitados/as a aceptarnos de la misma manera, a respetar nuestras diferencias y relacionarnos con su amor.

De esta manera se cumplirá en nosotros las palabras del profeta Isaías, que si bien están dedicadas a Jesús, perfectamente se aplicarían a nosotros como comunidad-Cuerpo de Cristo: “Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él… Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas”. Por esto podemos decir con el salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación, a quién temeré”.  

Es cierto que vivir en comunidad no es fácil, que no es fácil amar como Jesús ama, pero Él nos da la fuerza. Como también dice el salmista: “Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor”.

Vamos a pedirle al Señor que nos ayude a amar a nuestros/as hermanos/as de comunidad como Él nos ama, y a María, Madre del amor, que nos ayude a tomar conciencia que “Jesús nos salvó para vivir en comunidad”. 

domingo, 25 de marzo de 2018

Domingo de Ramos, ciclo B.

1ª lectura: Isaías 50,4-7; Salmo 22(21),8-9.17-18a.19-20.23-24; 2ª lectura: Filipenses 2,6-11; Evangelio según San Marcos 14,1-72.15,1-47. 


Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que por su gran amor envió a Jesús que nos salvó para vivir en comunidad. Este es el lema que queremos proponerles para vivir en esta semana santa: “Jesucristo nos salvó para vivir en comunidad”, y paso a explicar su significado.

Pido disculpas a quienes ya me han escuchado decir cosas parecidas. Dios nos creó por amor, para ser felices, viviendo en comunidad con Él. Nos creó para vivir en comunidad. Este era su proyecto. Pero en los inicios de la historia el ser humano quiso sacar a Dios mismo de la comunidad, y hacerse una a su antojo. Así rompió la relación de amistad con Dios, y en consecuencia, si con Dios tenía todo, al romper la relación con Él perdió todo, y se rompieron las demás relaciones: consigo mismo, el ser humano empezó a sentir vergüenza, culpa; con los demás, echó la culpa a los otros; con la Creación, le echó la culpa a la Creación. Esto lo conocemos con el nombre de pecado original, y sus heridas permanecieron en la naturaleza humana. Pero inmediatamente Dios, por su gran amor, prometió que vendría un Salvador que sanaría todas las heridas y reconciliaría al ser humano con Dios.

En la Plenitud de los Tiempos, como dice San Pablo, “Jesús, siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres”… Y siendo igual a nosotros en todo, menos en el pecado, fue fiel al proyecto de amor del Padre hasta la muerte y muerte de cruz. “Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. Lo que celebramos en esta semana santa es que Jesús, siendo fiel, nos salvó, sanó todas las heridas del pecado original, reconcilió todas las cosas con Dios por su Cruz, permitiéndonos vivir en comunidad con Él y con nuestros hermanos. Porque la salvación no es egoísta, ni individualista; la salvación es comunión con Dios y con nuestros hermanos; la salvación es vivir en comunidad con Dios, y con nuestros hermanos, por eso es que decimos: “Jesucristo nos salvó para vivir en comunidad”, y de esta manera ser felices.

Pero la semana santa es también un itinerario para llegar a comprender esta verdad tan profunda. Queremos proponerles descubrir el camino de la comunidad de los discípulos, y el de nuestra propia comunidad en este itinerario de salvación.

Hoy celebramos el Domingo de Ramos. Hoy la comunidad celebra la entrada de Jesús en Jerusalén como el Rey que llega. Pero existe confusión en la comunidad. Ven a este Rey como un líder político, que resolverá la situación del pueblo. Sería bueno preguntarnos como comunidad, si la imagen que nos formamos de Jesús muchas veces es alejada de lo que nos muestra el Evangelio, si pretendemos que Él resuelva nuestra vida como si fuese arte de magia, aún a costa de suspender nuestra libertad. A veces parte de la comunidad, generalmente los que sólo vienen hoy, se confunde con el ramo que se llevan, creyendo casi en sus poderes mágicos, olvidándose que en realidad el ramo nos recuerda el comienzo de una semana, en la que Jesús, por amor a nosotros entregó su vida y nos salvó para vivir en comunidad.

Pero la comunidad de discípulos, confundida ahora por el fervor de la multitud que aclama a Jesús como Rey, siente en su interior que no todo está bien. Jesús anunció tres veces su muerte en Jerusalén, así que frente a los tonos alegres de la fiesta se contraponen los tonos graves de la amenaza del mal y la muerte.

Esta semana no puede ser una semana más. En ella celebramos el centro de nuestra historia y de nuestra vida, en ella celebramos la verdad más real de la historia: Dios nos ama a cada uno/a tanto, que es capaz de dar su vida por cada uno/a; no existe ni existirá nadie que nos ame tanto; su amor es capaz de llenar nuestro corazón; si somos conscientes de esto nunca más nos sentiremos solos, ni poco amados. Celebramos que “me amó y se entregó por mí”, que nos salvó para vivir en comunidad y así ser felices.

Vamos a pedirle a Él que abra nuestro corazón a esta Verdad; y a María, que vivió como nadie este camino mezclado de dolor y alegría, que nos ayude a sentirnos muy amados de Dios, y a comprender que “Jesús nos salvó para vivir en comunidad”.  

jueves, 22 de marzo de 2018

Historia de la parroquia: 1971 y la llegada del agua a Aparicio Saravia.

Fuente: "Padre Cacho. Cuando el otro quema adentro" de Mercedes Clara.

23. El año 1971 marcará hondamente la historia del país: hay fuertes conflictos sociales, se constituye el Frente Amplio, se suceden callejeros. En uno de ellos matan a Julio Spósito, joven cristiano comprometido en la militancia estudiantil y educador del Movimiento de Infancia y adolescencia. Elecciones nacionales: triunfa el Partido Colorado y asume Bordaberry como Presidente. 
En el barrio un hecho positivo: se logra obtener agua corriente para la zona de Aparicio Saravia. La parroquia, a través de los grupos de revisión de vida, de las jornadas de reflexión y de una catequesis de adultos renovada, es un ámbito de diálogo, de oración, y de impulso al compromiso barrial, sindical y político desde una perspectiva de fe. Se trata de superar, a todo nivel, el divorcio entre fe y vida, entre credo y testimonio, que fue el gran desafío lanzado por la Pastoral de Conjunto de Montevideo.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Historia de la parroquia: llegada de las Vicentinas.



22. El servicio a los oprimidos “como si fueran sus propios patrones” es el carisma de las Hermanas Vicentinas. Ellas llegan a la parroquia en 1969 y fundan la Casa Cuna Santa Rita en medio de los cantegriles de Aparicio Saravia y En­rique Castro. Con entrega y coraje se dedican a atender los hijos de los pobres más pobres. Poco después se inaugura la Escuela Banneux de oficios, por aquello de que a un ser humano indigente es mejor enseñarle a pescar que darle un pes­cado.

lunes, 19 de marzo de 2018

Esta carta de 1967 no se puso amarilla

50 años de la Pastoral de Adviento de Parteli y su Presbiterio
POR Pablo Dabezies para Revista OBSUR Digital.

Ese 1 de diciembre no alentaba mucha esperanza en el pueblo uruguayo, a pesar de que casi terminaba la primavera, el verano estaba a las puertas y el Adviento encendía la primera vela de su corona.
La elección un año atrás del Gral. (r) Óscar Gestido había sin embargo dado un cierto respiro y algo de ánimo a un país que venía en franco declive. Estábamos acostumbrados a auto calificarnos como la “Suiza de América”, afirmábamos con bastante conformismo “como el Uruguay no hay” y mirábamos por encima del hombro a los demás latinoamericanos. Pero desde los años 50 habíamos comenzado a caer de ese pedestal, poco a poco pero de manera sostenida. El despertar estaba siendo trabajoso. Podemos no recordarlo hoy, pero a 1965 se le llamó el “año terrible” (annus horribilis, sí, así, en latín y todo), crisis bancaria, para variar, y fuertes conflictos sindicales mediante. Seguramente sin imaginar lo que vendría…
En nuestra Iglesia, en cambio, la esperanza, los sueños, estaban a la orden del día. El soplo fresco y poderoso del Vaticano II impulsaba la renovación, la búsqueda de nuevos caminos para la misión, empujaba a la apertura, a meterse de nuevo en el corazón de la vida de los uruguayos. En Montevideo, sobre todo, donde estaban aún muy cercanos los años difíciles de la administración de Mons. Corso, la llegada de Mons. Carlos Parteli y sus primeros pasos llenaban de ilusión y ganas de comprometerse en ese aggiornamento a la mayoría de los católicos.
En este panorama, tan sucintamente evocado, ese 1 de diciembre de 1967, Mons. Carlos Parteli publicó una Carta Pastoral para el Adviento firmada también por los 21 sacerdotes de su novel Consejo del Presbiterio*. Fuera de quienes colaboraron en la redacción con el obispo, pocos imaginaron que a partir de ese día y por muchos años, esa carta se convirtió familiarmente en LA Pastoral de Adviento, sin más. Es que releída 50 años después, y con los descuentos que hay que hacerle por la diferencia de coyunturas, su pertinencia sigue intacta. Como se dice en el título, no se ha puesto amarilla, como tal vez sí estén los folletitos en que fue publicada, difíciles de encontrar hoy día. Pienso que puede ser una buena lectura para este Adviento (vean el link al final), sobre todo como alimento de esperanza. Es lo que se busca con esta evocación. Pero volvamos un poco a aquel momento.
El país: remando contra la crisis
Héctor Borrat, aquel periodista de cuestiones religiosas fuera de lo común, fue uno de los que en el semanario Marcha hablaba de un “año terrible”. Porque después de la esperanza-Gestido (la persistente confianza en un hombre fuerte… que no lo era, de hecho), el primer año de su gobierno no aportaba un mejor clima.
Ya el año 1966, marcado por la coyuntura electoral y la discusión sobre los diversos proyectos de reforma constitucional, asistió al agravarse de la situación económica, con índices de tres cifras en la inflación, las consiguientes devaluaciones del peso y la caída del salario real (en 1966 había perdido la quinta parte de su poder adquisitivo con respecto a diez años atrás).
Las expectativas no duraron mucho tiempo, ya que la política económica del gobierno de Gestido (que durante unos cien días de 1967 intentó reeditar el viejo modelo batllista, apartándose de los lineamientos del Fondo Monetario Internacional) volvió a alinearse rápidamente con las directivas fondomonetaristas, lo que provocó una crisis interna en el gobierno, del cual se alejaron algunos ministros del área económica. Al decretarse en octubre de 1967 las “Medidas Prontas de Seguridad” para intentar contrarrestar fuertes movilizaciones sociales, otros secretarios de estado, los más progresistas (Zelmar Michelini entre ellos), también rompieron con el presidente.
Por si algo faltara para jaquear las buenas expectativas, a partir de diciembre del año anterior habían comenzado las primeras acciones armadas, con muertos, del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros).
Golpe final, el porfiado pero tímido rebrote de esperanzas terminó de oscurecerse con el repentino fallecimiento del presidente, el 6 de diciembre de 1967, cinco días después de publicada la Carta pastoral.
Iglesia: gente en obra de renovación
Como ya dije, por más que la comunidad católica sintiera como todos los uruguayos el peso de la situación, no se podía ocultar el sentimiento de entusiasmo y alegría, las ganas de involucrarse en el camino de renovación conciliar. Y dentro de ella, un capítulo central era la búsqueda de una nueva forma de presencia de nuestra Iglesia en la sociedad uruguaya, bien inserta en ella, dejando atrás esa especie de paralelismo que había practicado desde la separación Iglesia-Estado de inicios del siglo. Una presencia encarnada, solidaria, abierta, dialogante, servidora, con la marca del Concilio, y que por la situación complicada de la sociedad se fue volviendo rápidamente crítica, porque el sufrimiento de la gente, de los pobres sobre todo, cuestionaba la fe y la misión (“el Reino de Dios está caracterizado por una especial solicitud por los más pobres y necesitados”, n. 7 de la Carta).
Héctor Borrat, en pleno caos del 65, denunciaba en la misma nota “una omisión, un prolongado silencio del episcopado que dejó transcurrir todo el año del gran sacudón nacional sin decir palabra, sin entregarnos una sola pastoral de la crisis que nos llame a nuestra responsabilidad cristiana en medio de ella” (Marcha, 31/12/1965). Los obispos estaban recién llegados de Roma, de la IV Sesión del Vaticano II, clausurado el 8 de diciembre de ese año. Significativamente sí habían pensado (en noviembre) en una carta de esas características. Y decidido escribirla como primera e inmediata señal de comienzo de una nueva etapa, cuando estaban aún en la Ciudad Eterna. Después pensaron que era mejor esperar un poco, regresar al país, informarse mejor y entonces hablar. Luego, esa preparación y otras urgencias hicieron que lo que pensaron que fuera Carta de Adviento de 1966 de la Conferencia Episcopal (CEU), se convirtiera en pastoral de Cuaresma (marzo) de 1967. Le pusieron por título “Sobre algunos problemas sociales actuales”. Con ella, los obispos uruguayos volvían a hablar, después de medio siglo, de la realidad del país, en defensa de los más necesitados, criticando las estructuras injustas y proponiendo caminos de transformación. Las comunidades y la opinión pública recibieron esa palabra con mucho aprecio. El annus horribilis tenía su mirada en la fe. Y en la esperanza, ya que la CEU compartía la que esa mirada animaba y quería contagiar.
En obras estaban también la fe y la misión eclesial: renovación de la liturgia, de la pastoral sacramental, de la catequesis, inicios de la pastoral de conjunto, grupos de reflexión, comunidades, reencare de las parroquias, zonas, consejos de participación…
Más allá de nuestras fronteras, la Iglesia universal también, y muy hondamente la latinoamericana, vibraba y se dejaba sacudir de sus modorras y conformismos por palabras que venían de Roma: hace poco recordamos y agradecimos los 50 años de la Populorum progressio de Pablo VI (mayo de 1967). Muchísimos agrandábamos el deseo y los trabajos por un desarrollo humano integral. Querido por Dios, en el camino del Reino.
¿Qué Adviento en tiempos turbulentos?
Como ya está dicho, la situación compleja y desafiante que vivía nuestra sociedad toda, y a su manera la Iglesia, hacía nacer nuevas problemáticas, interrogantes, inquietudes, adhesiones y rechazos. En esos momentos de crisis, de confusión, de bastante angustia por el futuro, ¿era posible mantener la esperanza? ¿Cómo vivir el Adviento, ese Adviento, sin que fuera nada más que un recuerdo navideño medio romántico, sensiblero, o de pronto solo “espiritual”, en esas condiciones bastante desusadas para los uruguayos? La Carta pastoral quiso ofrecer una mirada de fe y con ella pistas, sugerencias, apuestas, y sobre todo esperanza. Tratar de expresar para esos días el contenido de los “¡estén prevenidos!”, “¡tengan ánimo, levanten la cabeza!” de Jesús.
A cuenta de una lectura, que sería muy provechosa, aquí va una muy escueta presentación.
“Nos ha parecido conveniente aprovechar este tiempo litúrgico, para dirigirnos a todos los católicos de nuestra arquidiócesis con el fin de reflexionar juntos sobre nuestra misión de Iglesia en las presentes condiciones que vive el pueblo de nuestro país” (n. 3). Porque “el adviento ilumina el dinamismo de la humanidad y de la historia, da sentido al peregrinar de la Iglesia, nos abre a las inconmensurables dimensiones del futuro y alienta nuestra esperanza en el retorno del Señor” (n. 2).
La realidad que habla de parte de Dios
A mi juicio, y dejando de lado otros aspectos muy valiosos, la Carta tiene dos grandes aportes: ante todo, el de asumir la realidad de la crisis y sus turbulencias de frente, sin desviar la mirada o dirigirla al cielo. En la línea de la Gaudium et spes, o sea, relevando los signos de los tiempos del momento para discernirlos. Continuando y profundizando la Carta de Cuaresma de la CEU, con mucha mayor agudeza y capacidad de análisis.
Dos párrafos, del acápite “Justicia y paz de Cristo en nuestra sociedad” (nn. 17 a 40), nos permiten ver bien los acentos y el estilo: “Una mirada objetiva y serena a nuestro alrededor nos hace comprobar: un creciente deterioro de la situación de los pobres y necesitados, de muchos trabajadores y empleados, que ven subir los precios y disminuir su poder adquisitivo, que soportan en numerosos casos la desocupación, el despido y la violación de contratos de trabajo en cuanto a horas de labor y remuneración suficiente; de la gran mayoría de pasivos con pensiones y jubilaciones insignificantes; de familias sin vivienda digna y de novios sin posibilidades de encarar, por la misma razón, su futuro matrimonio; de niños, algunos sin escuela, y otros muchos imposibilitados de acceder a los grados superiores de la cultura; de enfermos mal atendidos e incluso, en algunos casos, a pesar de pagar sus cuotas a las sociedades pertinentes” (n. 32).
Ante lo cual, “Tan inoperante es atribuir los males presentes a consignas foráneas y a los sindicatos, como pretender resolverlos con llamados a la democracia, a la libertad y a la paz social. No aprovechemos las dificultades para privar a los trabajadores de los medios legítimos que tienen para defender sus derechos, cuando la mayor parte de las consecuencias de la crisis recaen precisamente sobre las espaldas de los más necesitados” (n. 30).
Por otra parte, en la identificación de las causas que han llevado a ese estado de crisis, el análisis combina muy bien las de tipo estructural con las más personales o grupales, de modo que interpela de manera bien concreta las responsabilidades individuales y colectivas.
Con el corazón puesto en el Reino
Uno de los más valiosos aportes del Vaticano II fue el rescate del Reino de Dios que durante los siglos de cristiandad había sido como secuestrado por la Iglesia, pretendiendo que se identificaba con ella. Así, la dimensión escatológica de la fe y la existencia cristiana quedó encogida en una referencia a la vida futura por completo cortada de la histórica, a un “después” que estaba arriba (o abajo, según) de este mundo, el cielo (el infierno): “Al cielo, al cielo”, cantábamos con fervor, el mismo que poníamos para separarnos de “este valle de lágrimas”, de este “destierro”. Pero en el ya clásico n. 39 de la Gaudium et spes (citado por la Pastoral) los Padres conciliares nos habían advertido que “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana”.
La Carta de Adviento tomó esta perspectiva con vigor (cf. nn. 6-10, 40, 65, 66, 77), y este es el segundo gran aporte. Así liberó su mirada, su juicio, su horizonte, su deseo de un país, el pueblo de los uruguayos, nuevo: “Quiérase o no, aquellas reformas estructurales han de venir porque la historia es irreversible. Nosotros no sólo no podemos resistirlas, sino al contrario, debemos ser sus impulsores, incluso colaborando con todos aquellos hombres de buena voluntad que, trabajan –en diversos órdenes de la acción- por la instauración de un nuevo orden centrado en el hombre, y la promoción de todos sus valores, que en definitiva son valores evangélicos” (n. 35). De ese modo superó lo que el papa Francisco llama hoy “autorreferencialidad”, es decir, cuando la Iglesia se mira a sí misma antes que al bien del pueblo, antes que al Reino, que es más grande que ella, a cuyo servicio debe estar para no leer la historia desde sus intereses.
El horizonte del Reino de Dios, esa pasión de Jesús, da a la Pastoral un vuelo que por ejemplo falta a la Carta de la CEU de unos meses antes, a pesar de todo lo interesante e innovadora que es. Esa es la base para enfrentar con claridad y sin temor realidades y cuestiones nada fáciles que estaba planteando la coyuntura del país y la Iglesia: las causas de las injusticias, los comportamientos sociales egoístas de personas y grupos, los enfrentamientos, la violencia del sistema (“pensemos en la gran dosis de violencia que dicha situación comporta”, n. 33) y la insurreccional, las divisiones en la comunidad católica y el deber de unidad, las oposiciones a las reformas y el cambiar por cambiar, la relación entre comunidad cristiana y grupo político, entre el cambio personal y el estructural, la exigencia de la pobreza evangélica, la articulación entre lucha por la justicia y evangelización, el valor crístico de la acción de las personas de buena voluntad, incluso marxistas… Todo eso está presente en la Pastoral. Y no se puede dejar de pensar que en varias de esas temáticas, que se van a agudizar en los años siguientes y marcarán la agenda y búsquedas de nuestras Iglesias, ella se adelanta a Medellín, tanto en su tono como en su contenido.
El análisis podría ser mucho más detenido y minucioso porque es grande la riqueza y vigencia de muchos aportes del documento (por ejemplo, la reintroducción de la dimensión de la “Patria Grande latinoamericana” para aumentar la conciencia histórica de los uruguayos; cf. nn. 36s). Pero quedo por aquí para decir algo más sobre la fuerza esperanzadora de su mensaje, tal vez no suficientemente destacada en su momento por la impresión causada en el tratamiento de las cuestiones que agitaban nuestra sociedad.
Como debe ser, Adviento de esperanza
Esperanza: ese es a mi juicio el llamado fundamental de la Pastoral de Adviento. Y no podía ser de otro modo si quería hablar para su tiempo y lugar. Ahora bien, para ello, para despertar y alimentar la segunda virtud teologal no se puede recorrer cualquier camino. Hay uno muy antiguo pero siempre nuevo, el de los profetas que leemos en este tiempo litúrgico, el de Jesús, según testimonian los evangelios. Que no es muchas veces el más transitado por los cristianos, como no lo era hace cincuenta años, cuando como queda dicho se preferían las invocaciones a la otra vida, al cielo, sin tener en cuenta que la vida según Jesucristo tiene que estar polarizada y atraída por su siempre futura venida, por la manifestación acabada de su Reino. Y por tanto por toda realidad y proyecto histórico que lo anticipe. No hay esperanza teologal (es decir que tenga a Dios por objeto) que, por esas paradojas de la fe, no acepte recorrer el camino de la historia. La esperanza que trasunta, propone e invita a vivir la Carta Pastoral de Adviento es la propia de quien no tiene miedo de mirar la vida tal cual es, sufrirla, hacerla propia y movilizarse por ella.
Nos sigue enseñando que la esperanza, la honda, la que Dios quiere, la del Reino, nace en el abajamiento, en el compartir máximo, en el de hundirse en la realidad. Porque solo así es posible negar en ella todo lo que contradice al Reino y desear, imaginar y asumir la propuesta del Señor de darnos cielos y tierra nuevos, en que more la justicia (cf. 2Pedro 3, 13) y tratar entonces, juntos con todos, de ponerse al servicio de su necesaria y paulatina concreción en la vida humana. Porque nosotros no creemos que el amor del Padre resucitó a Jesús porque había muerto: creemos que el amor del Padre resucitó a quien había entregado su vida por los demás, a quien fue ninguneado, rechazado, maltratado y ejecutado como un bandido. Por eso es que el Señor resucitado es para nosotros la puerta y la razón, la posibilidad misma de alentar esperanza en medio de las situaciones más comprometidas. Esa por la que somos empujados animamos a emprender con pasión y paciencia la transformación de todo, la de las actitudes y formas de vida junto con la de la vida en sociedad.
Por eso fue que la Carta, muy bien recibida por una gran parte de la opinión pública (fue ingresada oficialmente en la Cámara de Diputados) y sobre todo eclesial, molestó a otros, dentro y fuera de la Iglesia, y sirvió de excusa para redoblar los ataques a Monseñor Parteli y sus colaboradores. Acusaciones de desvíos de la misión de la Iglesia (cf. nn. 8-14), de “meterse en política” (cf. nn. 24, 39, 41-44, 52), de dejarse “infiltrar por el marxismo” (cf. nn. 54-64), etc.
Ante ellas, ya en ese momento, el Arzobispo y su Consejo de Presbiterio dirigen, con palabras lúcidas y sinceras, este interrogante que hace bien escuchar cincuenta años después: “Nos preguntamos qué concepto de la espiritualidad, de la vida cristiana y de la misión sacerdotal suponen aquellas críticas dichas en forma tan general. ¿No será que se busca una espiritualidad cómoda, puramente devocional, que no baje al campo de lo concreto en donde con el esfuerzo de todos y de cada uno, debe realizarse el plan de Dios, el desarrollo de la humanidad con todos sus valores espirituales, sociales y económicos? ¿No será que se sigue añorando una concepción religiosa sin compromiso, que no cuestiona el desorden en la organización de la sociedad, y permite compaginar la vida cristiana con una fácil situación de privilegio sin responsabilidades?”

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* Los sacerdotes integrantes del Consejo del Presbiterio y firmantes de la Carta fueron: Haroldo Ponce de León (Vicario general); el P. Andrés Rubio, salesiano (Vicario episcopal para religiosos y educación); Vicente Petingi (Pro-Vicario general); Raúl Sastre (Secretario-Canciller y Asesor Arquidiocesano de la A. C.); Orlando Romero (Vicario de pastoral); Silvano Berlanda (Rector del Seminario); Juan Lodeiro, capuchino (Responsable de Zona 1); Roberto Demarco, de Don Orione (Resp. de Zona 2); Conrado Montpetit, redentorista (Resp. de Zona 3); Miguel Brito (Resp. de Zona 4); Arnaldo Spadaccino (Respon. de Zona 5); Silvio Frugone (Resp. de Zona 6); Marcelo Sandoval (Resp. de Zona 7); José Girotti, lazarista (Resp. de Zona 8); Juan Sessolo, servita (Resp. de Zona 9); Juan Avendaño, pasionista (Resp. de Zona 10), Bosco Salvia (Asesor Arq. de J.U.C.), Uberfil Monzón (Asesor Arq. de J.E.C); Francisco Berdiñas (Asesor Arq. de J.O.C.); Martín Gortázar (Asesor Arq. de A.C.I.); Pedro Richards, pasionista (Asesor del M.F.C).

Hace 50 años…

POR Cecilia Zaffaroni, 4 hijos, Trabajadora Social, profesora universitaria, militante social y eclesial toda su vida, para Revista OBSUR Digital.

Releer hoy la Carta Pastoral de Adviento de 1967, de algún modo me llevó a revivir los ecos que generó en nosotros -entonces veinteañeros- aquella exhortación a prepararnos para recibir al Señor que llega: “que vino a encarnarse en la historia de la humanidad; que viene a cada uno de nosotros y al mundo a través de nuestra actividad eclesial; que vendrá definitivamente para recapitular en Él toda la creación”.

En momentos en que se agudizaba un creciente deterioro de la situación económica y social, los efectos de la crisis afectaban especialmente a los sectores más vulnerables y los enfrentamientos sociales y políticos iban en aumento, la Carta nos llamaba a reflexionar juntos sobre nuestra misión como Iglesia en el mundo.

Es un ferviente llamado a la responsabilidad, a la conversión, a no caer en la omisión o la indiferencia. “Nuestro mensaje es evangélico, está cargado de la urgencia de la responsabilidad”, nos dice. Nos habla de un Dios encarnado que viene a traer la paz que emana de la justicia.

También nos llama al diálogo y la unidad entre los cristianos, asumiendo que la búsqueda de respuestas a la situación, podía llevarnos por caminos distintos. A asumir nuestro compromiso manteniendo la fidelidad al Evangelio y al magisterio eclesial, sin pretender absolutizar nuestras opciones.

En aquellos años de nuestra juventud la sensibilidad ante la injusticia, el dolor, la incertidumbre, estaba también acompañada por la esperanza y el entusiasmo de creer que se estaban gestando transformaciones que permitirían construir un mundo nuevo. Habíamos visto la renovación eclesial, impulsada por el Vaticano II, vimos emerger nuevos regímenes socio políticos que prometían ser el camino para superar las desigualdades y crear una sociedad más justa y solidaria. ¿Por qué no íbamos a creer que si asumíamos un fuerte compromiso como generación íbamos a poder dejar a nuestros hijos y nietos un mundo mejor?

La vida nos fue mostrando que los cambios necesarios implican un camino más largo y sinuoso, con marchas y contramarchas, que requieren un trabajo cotidiano, persistente, tenaz, coherente, que va sumando día a día en forma no siempre visible. También, que para que exista acumulación y sostenibilidad es esencial la conversión personal renovada y la construcción colectiva.

A lo largo de los 50 años transcurridos ha habido luces y sombras, momentos históricos más esperanzadores y menos esperanzadores; momentos de optimismo y entusiasmo, y de “esperar contra toda esperanza”. En cada uno de esos momentos, Dios nos habla, nos interpela, nos llama. El desafío ha sido y será dejarlo entrar en nuestra vida para que nos transforme y nos ayude a aprender a descubrir su presencia en la historia, en los acontecimientos, en quienes nos rodean. Abrir nuestro corazón y nuestra mente para descubrirlo en la dinámica compleja y contradictoria de la realidad en que vivimos.

Los desafíos actuales

Como dice la Carta que hoy recordamos: “No se puede hablar de Dios sin hablar del hombre, ni proponer el Evangelio sin desarrollar sus consecuencias prácticas”. En los últimos tiempos, la multiplicación de la información que recibimos amplía las posibilidades y también aumenta la dificultad de comprensión. Más que nunca es importante escuchar la Palabra y apoyarnos en la comunidad, en la diversidad de miradas para analizarla en profundidad.

Hoy, en nuestra realidad concreta, es posible constatar avances hacia una sociedad más humana, expresiones de solidaridad y reconocimiento de la dignidad del otro, pero también manifestaciones de egoísmo, injusticia, marginación y desprecio por la vida.

En nuestro país, podemos ver disminución en los índices de pobreza, mejoras en la distribución de recursos, incremento de la expectativa de vida y mejoras en el acceso a la salud, mayor sensibilidad ante inequidades e injusticias antes invisibilizadas, expresiones de solidaridad frente a emergencias o dificultades de algunos sectores de la población. Y simultáneamente, una fractura social que no logramos revertir, dificultades para asegurar una equidad efectiva en el acceso a la educación, a la vivienda, al trabajo digno, incremento de la violencia y la intolerancia, el sufrimiento de quienes viven experimentando el vacío y la falta de sentido. Tendemos a ver más fácilmente la carencia, lo que falta, lo que duele, lo que agrede y agravia, (“el árbol que cae”) antes que los brotes de vida nueva y esperanzadora (“el bosque que crece en silencio”).

Como nos previene el Papa Francisco, no caigamos en “la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, fruto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (EG. 85). “En el desierto -nos dice- se vuelve a descubrir el valor de lo esencial para vivir; así en el mundo contemporáneo son muchos los signos de la sed de Dios, a menudo manifestados de forma implícita o negativa” (EG. 86).

El germen de lo nuevo está presente si lo sabemos ver. Tal vez donde muchas veces no lo buscamos, en las voces que tendemos a ignorar o acallar. En las nuevas generaciones que abren caminos que no siempre comprendemos ni habilitamos para que puedan avanzar. En los proyectos y experiencias que surgen en las periferias como alternativas de respuesta y apoyo mutuo ante necesidades a las que la sociedad no ha logrado responder. O como reacción para superar barreras que hemos generado -incluso sin buscarlo- por insensibilidad hacia los efectos de acciones pensadas desde otras ópticas, o movidas por intereses particulares, antes que por el bien común.

En un mundo amplio y diverso, también la novedad pasa por buscar formas que nos permitan integrar sin avasallar, sin recurrir al pensamiento único, monolítico, sin matices. En la Evangelii Gaudium, Francisco nos propone la imagen del poliedro: “Ni la esfera global que anula, ni la parcialidad aislada que esteriliza… El modelo es el poliedro que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad” (EG. 236). Construir unidad en la diversidad entre los pueblos y las culturas, pero también generar comunión en la diferencia, en nuestra comunidad eclesial. Que la diversidad de carismas y visiones nos enriquezca y revitalice, y no nos divida.

Iglesia Sacramento de unidad y de esperanza

En su mensaje al Comité del Celam en setiembre del presente año en Bogotá, Francisco nos exhorta a ser en el continente latinoamericano una Iglesia sacramento de esperanza y sacramento de unidad.

Nos pide y nos impulsa a vigilar la concreción de esa esperanza y a trabajar con pasión.  “Pasión de joven enamorado y de anciano sabio -nos dice- pasión que transforma las ideas en utopías viables”. Para iluminar esa concreción, menciona “alguno de los rostros ya visibles”: “La esperanza en América Latina tiene rostro joven, tiene rostro femenino, debe mirar al mundo con los ojos de los pobres y desde la situación de los pobres, y pasa a través del corazón, la mente y los brazos de los laicos”. Nos impulsa a: “Trabajar sin cansarse para construir puentes, abatir muros, integrar la diversidad, promover la cultura del encuentro y del diálogo, educar al perdón y la reconciliación, el sentido de justicia, al rechazo a la violencia y al coraje de la paz”.

Ante tantos desafíos de nuestro tiempo, la esperanza brota y se renueva a partir del encuentro con Jesús que llega, al profundizar nuestra cercanía y confianza en Él y en su mensaje central: Ha venido, viene y vendrá porque nos ama en forma incondicional y eso nos mueve a responder con humildad y gratitud, devolviendo ese amor a Dios y a nuestros hermanos. Amor que implica trabajar por la justicia, la paz; reconocer la dignidad de todo ser humano, por ser hijo de Dios y hermano nuestro.

Poder ver con ojos nuevos, dejarnos impregnar por “su modo” de ser y de vivir, poner en el centro el núcleo esencial de su mensaje que da sentido a todos los tiempos, trasciende y vuelve a encarnarse en diversos lenguajes y culturas. Dejarnos sorprender por Él todos los días y llegar a ser instrumentos para que otros descubran su huella en lo profundo de su propio ser. Es lo que pido a Dios en este Adviento para todos nosotros, mientras nos preparamos a recibir a Jesús,un niño frágil, en un pesebre, que hace nuevas todas las cosas.