Sobre todos nosotros urge el deber
de conquistar la verdadera libertad de los hijos de Dios, para poder ser fieles
al Evangelio y fomentar en todos los acontecimientos y situaciones los valores
del Reino de Dios en el mundo.
Cada uno de los cristianos debe
luchar contra todas las vinculaciones que le atan a un egoísmo personal o de
grupo, para que su labor, su profesión, su familia, su negocio, su persona,
estén verdaderamente al servicio del Reino, en colaboración con todas las demás
personas de buena voluntad.
Pero además la Iglesia, como
Institución, debe desvincularse de toda atadura concreta con cualquier clase de
poder público, económico o social, corriendo aún el riesgo de ser perseguida y
criticada o de carecer de recursos económicos o de posibilidades de apoyo, para
estar siempre al servicio, como Cristo, de los que sufren, de los más pobres y
necesitados y dar el testimonio de pobreza que todos los hombres necesitan en
función de la justicia y el amor.
Queremos poner término a esta Carta
con un llamado a la conciencia de nuestros hermanos en la fe.
La pobreza, elegida por el Señor
para su vida terrena, nos exige a todos una seria revisión.
Pobre de espíritu es
fundamentalmente quien logra plena libertad para ponerse al servicio de los
demás, compartiendo lo que es, lo que hace y lo que posee.
Nada más alejado de este espíritu de
pobreza —indispensable para ser auténticamente cristiano— que el acaparamiento
de los bienes que la población necesita. Lo superfluo, lo que no es requerido
por la propia necesidad, no puede ser retenido en forma improductiva para el
bien común, y menos cuando la angustia y hasta la desesperación muerden el
corazón de muchos hermanos nuestros (35).
Consideramos igualmente pecado de
omisión no poner, por comodidad o egoísmo, al servicio de los demás los bienes
culturales, morales y familiares para contribuir a la promoción de otras clases
sociales, a fin de que participen también de estos bienes.
Nuestro mensaje es evangélico, está
cargado de la urgencia de nuestra responsabilidad. No tiene ningún sentido
político, está por encima de cualquier partidismo. Desde ya protestamos por
cualquier utilización de esta clase, que pudiera hacerse de nuestras palabras,
que están dirigidas a la comunidad católica para su reflexión, buscando la
conversión que exige el Señor.
Estas son las normas de conducta, y
de estilo de vida que creemos nuestro deber entregar a los católicos. Decimos
la palabra profética: “Quien tenga oídos para oir, oiga” (36).
Al cerrar esta Carta invocamos a la
Virgen Santísima, figura preeminente del Adviento, quien, al aceptar la
maternidad del Hijo de Dios aceptó la maternidad de los hombres.
Madre de Dios y Madre nuestra, Madre
de la Iglesia toda, quiera Ella velar sobre nosotros para hacernos menos
indignos de ser discípulos de su Hijo y
quiera enseñarnos a proclamar la grandeza del Señor que “hace proezas con su
brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos,
y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos
los despide vacíos” (37). Este fue su canto de gloria al Señor; sea éste
nuestro camino y nuestra esperanza.
Esta esperanza, dinámica de nuestra
fe de cristianos, anime nuestros esfuerzos.
Confiamos, ciertamente, en la
capacidad de reacción y en la generosidad de nuestro pueblo, mil veces mostrada
en su breve historia.
Creemos, confirmando nuestra
confianza, en la acción del Espíritu y en la potencia de la gracia.
Creemos que el Reino ha de venir en
su plenitud y que todo lo construye misteriosamente.
Bajo esta luz alentadora deseamos
que Cristo, nacido en un pesebre y conocido por el hijo del carpintero de un
Pueblito perdido de Galilea, nos enseñe a todos en esta Navidad a “buscar
primero el Reino de Dios y su justicia”.
Dada en Montevideo, a primero de
diciembre del año del Señor, mil novecientos sesenta y siete.
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