lunes, 19 de marzo de 2018

La Carta Pastoral de Adviento de Mons. Parteli: JUSTICIA Y PAZ DE CRISTO EN NUESTRA SOCIEDAD.

Comparada con épocas anteriores, la nuestra puede jactarse con razón, del dominio que ejerce sobre la naturaleza. Mediante la tenaz aplicación de su inteligencia y de su trabajo, el hombre desarrolla las industrias que le permiten hacer uso de las riquezas del mundo, al mismo tiempo que lo ayudan a forjar su propia personalidad, incitándolo a trabajar, disciplinar sus costumbres, investigar e inventar, a lanzarse con audacia y correr los riesgos de empresas nuevas.
            “Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad, ha sido construido un sistema que considera el lucro como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía y la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes”. Semejante liberalismo sin freno ha generado el imperialismo del dinero que somete a hombres y pueblos a su frío dominio (24).
            Ese nefasto sistema que esclaviza no es humano y por consiguiente, tampoco es cristiano. El hombre ha sido creado por Dios para dominar la tierra y usufructuar sus riquezas, no para ser sometido a ellas como esclavo del metal.
            "El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos pocos, o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni siquiera en manos de una sola comunidad política, ni de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible de hombres y el conjunto de las naciones en el plano internacional, puedan tomar parte activa en la orientación del desarrollo. Así mismo éste supone la cooperación orgánica y concertada de las iniciativas espontáneas de los individuos, de sus asociaciones libres y de la acción de las autoridades públicas” (25).
            Mientras el poder económico no sea ejercido en forma equilibrada dentro de una visión global de la sociedad, la agitación será permanente y dará lugar a posturas extremas, sistemas antagónicos, bloques enfrentados, recursos a la violencia, asaltos al poder y privaciones de los derechos de quienes queden sometidos al vencedor de turno.
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            Esa mentalidad capitalista, ese imperialismo del dinero, denunciado ya por Pío XI, ha dividido al mundo en países desarrollados y países subdesarrollados.
            Entre estos últimos se encuentra nuestro Uruguay, que, debido entre otros factores, a una dinámica corriente de exportaciones, al espíritu de trabajo y ahorro, a la extensión de la enseñanza y a su organización institucional, pudo lograr en un pasado relativamente cercano, las condiciones para el establecimiento de una sociedad democrática, laboriosa, culta y fraternal (26).
            Muchos parecen vivir dentro de los esquemas de ese pasado, insensibles al dolor de un pueblo sometido a un amargo proceso de involución.
            Nosotros, sacerdotes, que compartimos las angustias de las clases que con mayor intensidad padecen las consecuencias de la difícil situación económico-social, sentimos el deber de unir nuestra voz a sus exigencias de justicia.
            Nuestro país no ha podido superar su dependencia del exterior, que durante años fue elemento preponderante de su crecimiento económico. Por el contrario, ahora sus exportaciones ya no actúan como el factor dinámico de décadas anteriores, y además son insuficientes.
            En el sector agropecuario hay importantes problemas relativos al tamaño y forma de tenencia de los predios, un considerable atraso tecnológico y stocks pecuarios que no han evolucionado a un ritmo adecuado a las necesidades del país. Somos en América Latina, de los que menos crecieron industrialmente en la última década. Un sector de servicios desproporcionado y en gran medida improductivo gravita negativamente en el conjunto de nuestra economía. Nos devora una inflación acelerada, de la que algunos obtienen crecientes ventajas, mientras otros se empobrecen todavía más. (27)
            La especulación, incluido el inicuo acaparamiento de los artículos indispensables en la mesa de los pobres, el agio y el contrabando sustituyen al sano empeño productivo. La evasión fiscal impone mayores cargas a los contribuyentes honestos, al mismo tiempo que injustamente beneficia a los que —sin violencia moral— la consideran hecho normal. La demora deliberada en la comercialización de productos básicos y la fuga de capitales (28), movidas por espíritu de lucro, privan al país de los recursos indispensables para su normal actividad.
            Un estilo de vida fácil —logrado sin el esfuerzo del trabajo socialmente útil— ha ido penetrando en sectores cada vez más amplios de la sociedad, culminando en un progresivo “aburguesamiento” que dificulta la necesaria reacción. Tanto más cuando son intolerables el despilfarro en lujos y los favoritismos irritantes que fomentan en el pueblo el horror al sacrificio, a la austeridad y al trabajo.
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            Tan inoperante es atribuir los males presentes a consignas foráneas y a los sindicatos, como pretender resolverlos con llamados a la democracia, a la libertad y a la paz social. No aprovechemos las dificultades para privar a los trabajadores de los medios legítimos que tienen para defender sus derechos, cuando la mayor parte de las consecuencias de la crisis recaen precisamente sobre las espaldas de los más necesitados.
            No seríamos justos si no reconociéramos que en la dirección de los asuntos públicos y privados hay muchas personas íntegras que cumplen con su deber y luchan lealmente por una sociedad más justa. No todos, sin embargo, aprecian debidamente la urgencia de las reformas estructurales de fondo que la situación requiere, y tampoco es infrecuente el caso de quienes, víctimas de la actual conformación de la sociedad y de sus reglas de juego, son llevados, con repugnancia moral indudablemente, a procedimientos ilegales y claudicaciones, para poder sobrevivir frente a la competencia y, mantener su actividad y su nivel de vida.
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            Una mirada objetiva y serena a nuestro alrededor nos hace comprobar: un creciente deterioro de la situación de los pobres y necesitados; de muchos trabajadores y empleados, que ven subir los precios y disminuir su poder adquisitivo, que soportan en numerosos casos la desocupación, el despido y la violación de contratos de trabajo en cuanto a horas de labor y remuneración suficiente; de la gran mayoría de los pasivos con pensiones y jubilaciones insignificantes; de familias sin vivienda digna y de novios sin posibilidades de encarar, por la misma razón, su futuro matrimonio; de niños, algunos sin escuela, y otros muchos imposibilitados de acceder a los grados superiores de la cultura; de enfermos mal atendidos e incluso, en algunos casos, a pesar de pagar sus cuotas a las sociedades pertinentes.
            Pensemos en la gran dosis de violencia que dicha situación comporta para los que la sufren, sobre todo si consideramos que, mientras se le reconocen sus derechos teóricamente, en la práctica les son negados dentro del actual ordenamiento económico-social.
            Frente a esta penosa situación, los católicos pecaríamos de omisión si dejáramos de poner el máximo empeño en corregirla. Cada uno debe aceptar generosamente su papel, sobre todo los que por su educación, su situación y su poder, tienen grandes posibilidades de acción (29).
            Quiérase o no, aquellas reformas estructurales han de venir porque la historia es irreversible. Nosotros no sólo no podemos resistirlas, sino al contrario, debemos ser sus impulsores, incluso colaborando con todos aquellos hombres de buena voluntad que, trabajan —en los diversos órdenes de acción— por la instauración de un nuevo orden centrado en el hombre, y la promoción de todos sus valores, que en definitiva son valores evangélicos.
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            Algo más debe ser dicho. La crisis del Uruguay, sin mengua de sus aspectos distintivos, se inscribe dentro de la situación general de América Latina. Es importante tenerlo en cuenta, sobre todo con vistas a la acción futura. Hemos vivido mucho tiempo de espaldas al continente al cual pertenecemos, y abiertos a las influencias económicas y culturales de los países económicamente más desarrollados. Por distintos caminos hemos llegados hoy a la amarga situación de sabernos tan subdesarrollados como otros países hermanos, a quienes pudimos creernos superiores en tiempos mejores, pero definitivamente pasados.
            Tal vez sea este el momento de reencontrar el espíritu del proyecto de quienes hicieron nuestra primera independencia: la construcción de una Patria Grande donde se actualice la potencial riqueza, material y humana, del continente, sin pérdida de la originalidad de cada pueblo.
            El desarrollo exige transformaciones innovadoras, audaces, a veces dolorosas, tributo inevitable de toda ruptura con situaciones establecidas.
            Pensemos, por último, en el respeto que deben merecernos nuestros hermanos en la fe, laicos y sacerdotes, que, comprometidos en la acción, cada uno en su lugar, están presentes en la difícil lucha por la justicia social. Respetemos los diversos modos de pensar, siempre que honradamente se busque ajustar el mundo a la voluntad de Dios, según los verdaderos valores del Reino. Somos diferentes y tenemos que amarnos complementarios. Pero apoyemos con respeto y amor a los que, siguiendo su conciencia, “tienen hambre y sed de justicia”, especialmente cuando son denigrados y acusados, aunque no coincidamos con sus opciones concretas en el quehacer temporal.

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