lunes, 19 de marzo de 2018

La Carta Pastoral de Adviento de Mons. Parteli (I).


CARTA PASTORAL DE ADVIENTO
DEL SEÑOR
ADMINISTRADOR APOSTOLICO DE MONTEVIDEO
Mons. CARLOS PARTELl
Y LOS REPRESENTANTES DE SU PRESBITERIO
A LA COMUNIDAD ARQUIDIOCESANA
1967
A LA COMUNIDAD ARQUI DIOCESANA:
            El adviento es el tiempo de preparación a la venida del Señor:
—que vino a encarnarse en la historia de la humanidad;
—que viene a cada uno de nosotros y al mundo a través de nuestra actividad eclesial;
—que vendrá definitivamente, en la Parusía, para recapitular en Él toda la creación.
            Por eso el Adviento ilumina el dinamismo de la humanidad y de la historia, da sentido al peregrinar de la Iglesia, nos abre a las inconmensurables dimensiones del futuro y alienta nuestra esperanza en el retorno del Señor.
            Nos ha parecido conveniente aprovechar este tiempo litúrgico, para dirigirnos a todos los católicos de nuestra Arquidiócesis con el fin de reflexionar juntos sobre nuestra misión de Iglesia en las presentes condiciones que vive el pueblo de nuestro país.
I) LA VENIDA DEL SEÑOR
            La venida del Señor, única en su plenitud y en su misterio, se presenta y se revela a los hombres en las distintas intervenciones de Dios en la historia humana. Y así hablamos de una venida de ayer en Belén, de hoy por la Iglesia y de mañana en la Parusía.
            El Señor viene a traer la Paz, que es parte esencial de su mensaje (1), anunciada ya en su nacimiento (2), predicada por sus discípulos (3) y comunicada por Él enseguida de la Resurrección (4). Paz que no se identifica con la blandura ni el conformismo, sino que es reconciliación y compromiso con Dios y con los hombres, unión con el Padre y caridad fraterna entre las personas, los pueblos y las naciones.
            Para instaurar su Reino de Paz habrá que hacer frente, como Cristo con decisión v valentía, al pecado, al egoísmo, a la dureza del corazón, a la injusticia personal y colectiva. EÍ viene a traer la Paz como heraldo que es de la Justicia. Nos habla de la Justicia del Reino de Dios (5), es decir: de la santidad. Son felices quienes tienen hambre y sed de esa justicia (6) y quienes son perseguidos por tratar de establecerla (7). Justicia que, además de exigirnos a cada uno una adecuación personal a la voluntad de Dios, exige también una adecuación de la sociedad, de sus instituciones y estructuras al Plan de Dios. Por eso es Reino de Paz que, paradojalmente, supone violencia (8), pues llega a introducir la espada que divide aún en el seno de la familia (9), y trae a los seguidores de Cristo, como la trajo para Él mismo, la persecución (10).
            Este Reino de Dios está caracterizado por una especial solicitud por los más pobres y necesitados, entre los cuales nació, a los que se revela en primer lugar (11), a los que coloca como signo de que ha llegado Su Reino porque son evangelizados (12), a los que declara “felices” en su primera Bienaventuranza (13) y en cuya real y eficaz ayuda pone el motivo de nuestro quehacer y el criterio para nuestra salvación o condenación (14).
II) LA IGLESIA CONTINÚA LA VENIDA DEL SEÑOR
            Si bien la Iglesia tiene un destino escatológico de salvación, que sólo podrá alcanzar su plenitud al final de la Historia, Ella recibe desde ya la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y establecerlo en medio de las gentes, para ir formando en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios. “Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que, además, difunde sobre el mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos” (15).
            Todos los hombres están llamados y destinados a pertenecer a la Iglesia y a su vez la Iglesia es para el mundo; pero de todas maneras, esto no nos ha de llevar a identificar sin más, la evolución de la humanidad con la Iglesia (16), porque ésta es obra peculiar de Dios: viene de lo alto y tiene su origen en una serie de iniciativas divinas ordenadas en una historia de salvación, cuyo punto central es Cristo y su misterio pascual y pentecostal. Pero existe en la historia de los hombres (17); sin confundirse con ella, entra en simbiosis con esta historia y, a su vez, se alimenta de ella y le aporta el principio de su sentido total y último (18).
            La Iglesia no aparta a sus hijos de la acción común de los hombres ni los aliena de la historia, sino que, por el contrario, con nuevo y original impulso los quiere solidarios con las preocupaciones de la sociedad y afirma el destino único de todos los hombres que, en definitiva es, y nosotros lo sabemos, el Reino de Dios.
            De aquí que todo cristiano, ya pertenezca al laicado, a la vida religiosa o sacerdotal, tiene una tarea que cumplir en el mundo, cada uno en su propia esfera.
            El laico, de un modo peculiar y propio, busca el Reino tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales (19). Toda situación humana libera o esclaviza al hombre, puede salvarlo o perderlo. Ordenar según Dios los asuntos temporales es luchar por la salvación y liberación de todos los hombres, aquí y ahora, concretando así la obra salvífica de la Iglesia.
            El religioso, de acuerdo a su misión primordial de testimonio de lo que ha de venir, manifiesta la trascendencia de Dios y anuncia con su consagración que todo ha de recapitularse en Cristo (20).
            El sacerdote, proclama la Palabra y celebra la Eucaristía, educando la fe para una madurez cristiana, a fin de que en todos los acontecimientos se pueda ver claramente cuál es la voluntad de Dios (21), de forma que toda la actividad temporal quede como inundada por la luz del Evangelio (22).
            La Iglesia, de esta forma, contribuye con todas sus fuerzas a la paz social, “que no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día en la instauración de un orden querido por Dios que comporta una justicia más perfecta entre los hombres” (23). Por eso la Iglesia se hace, como Cristo, abogada de la Justicia y de la Paz. En los últimos tiempos ha propuesto una doctrina de la vida social en la cual un dinamismo de progreso social ha ido ocupando un lugar cada vez mayor junto a un programa de justicia social.
Los documentos más importantes a este respecto son:
—“Mater et Magistra” y “Pacem in terris” de Juan XXIII;
—“Ecclesiam Suam” y “Populorum progressio” de Paulo VI;
—“Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II; y entre nosotros la Carta de los Obispos, de la Cuaresma de 1967 sobre “Algunos problemas sociales actuales”.
La doctrina está dada. Ya es tiempo de comenzar la acción.

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