sábado, 29 de septiembre de 2018

Domingo XXVI del tiempo ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Números 11,25-29; Salmo 19(18),8.10.12-13.14; Epístola de Santiago 5,1-6; Evangelio según San Marcos 9,38-43.45.47-48.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama y acepta tal como somos, y porque nos ama nos llama a ser un pueblo de sacerdotes, reyes y profetas.

Dice Jesús que el "Espíritu sopla donde quiere", y por eso puede manifestarse a través de personas que, a decir de Juan, "no son de los nuestros". El Espíritu no se deja encerrar en nuestros esquemas. Sabemos con certeza que Él actúa en la Iglesia, pero jamás podemos afirmar que fuera de ella no lo hace; el Espíritu no se deja encerrar. Lo vimos tanto en la primera lectura, donde Moisés hace una expresión de deseo que se vuelve profética, y cuyo alcance desconocía cuando dijo "¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!". Ésto, que en Él es una expresión de deseo, en nosotros es ya realidad, gracias al Bautismo.

Por el Bautismo, que es actualización del acto supremo de amor de Dios entregado en la Cruz, participamos de su muerte y resurrección; morimos al "hombre viejo" caracterizado por la falta de comunión con Dios y los hermanos, y nacemos a una vida nueva en Jesús. En el Bautismo se "corta" todo lo que nos aleja de Dios. En este sentido es que tenemos que entender las palabras tan duras de Jesús sobre nuestras manos, pies y ojos. No podemos entender este texto en sentido literal, porque entonces seríamos todos lisiados. Jesús nos invita a "cortar" con todas aquellas actitudes y acciones (manos) que rompen nuestra comunión con Dios y nuestros hermanos; a "cortar" con la actitud de "correr tras otros dioses" (pies) que nos llevan a la frustración y perdición como personas; y a "arrancarnos" esa mirada (ojos) siempre pronta a juzgar a nuestros hermanos, a ver lo negativo de la realidad únicamente, mirada que nos aleja de Dios y nuestros hermanos. El Bautismo nos libera de todas estas situaciones porque "somos bañados en el amor de Dios", morimos a la condición de seres separados de Dios y resucitamos como miembros de Cristo, Sacerdote, Rey y Profeta. Al formar parte del Cuerpo de Cristo, participamos de su riple condición y así somos pueblo de sacerdotes, reyes y profetas, cumpliéndose de esta manera la profecía de Moisés.

Éste es un regalo muy grande que ciertamente no merecemos. Es nuestra mayor riqueza, no como la de este mundo que, como dice el Apóstol Santiago, se apolilla, herrumbra y nos echa a perder, sino una riqueza que no se pierde. Es un regalo, pero también una tarea, porque no admite ser vivido egoístamente, pide salir, comunicarse. Es un regalo que exige mantener la comunión, viviendo el mandamiento del amor, que es la ley perfecta de la que habla el salmo.

Es un regalo y una tarea. Jesús nos llama a ser sacerdotes que ofrezcan cada día su vida por amor a Él y los hermanos; a ser profetas, que anuncien al pueblo el inmenso amor de Dios que nos salva a un mundo que ha perdido el sentido; y reyes, corresponsables del crecimiento de la comunidad.

A este Dios que nos ama tanto, vamos a pedirle que nos ayude a tomar conciencia de este regalo; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que nos permita ser como ella, misioneros de este amor que es el único que nos sana y salva.   

sábado, 22 de septiembre de 2018

Domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Sabiduría. 2, 12. 17-20; Sal 53, 3-4. 5. 6. 8; Santiago. 3, 16; 4, 3; Evangelio según San Marcos. 9, 30-37.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios! que, en Jesús, es un Maestro Bueno que nos enseña con paciencia.

El texto del evangelio que meditamos hoy nos habla de esto, de Jesús Buen Maestro. 

Jesús anuncia a sus discípulos la Pasión, pero ellos parecen estar en otra sintonía. Él les está hablando al corazón, les está enseñando aparte, algo muy importante que la multitud no está preparada para oír, pero ellos no lo escuchan. Mientras Jesús habla de su condena y muerte, ellos se cuestionan sobre quién de los Doce es el más importante. Esta actitud es escandalosa, pero el evangelio varias veces nos cuenta cómo los discípulos parecen no entender nada. Jesús lo constata, y ni siquiera necesita que respondan su pregunta ¿qué venían conversando? 

¡Tanto nos conoce Jesús! y entonces, con infinita paciencia y amor, les vuelve  a enseñar "Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos". Lo enseña de palabra, pero sobre todo con su vida. Él, siendo el Primero, en la cruz se hizo el último de todos por amor para salvarnos. Su entrega de amor en la cruz es el supremo servicio que hizo a la humanidad. Quien quiera seguirlo debe tomar su cruz, servir como Él sirve. Como parecen aún no entender, Jesús pone como ejemplo a un niño. Como sabemos en la época de Jesús el niño no era tenido en cuenta en absoluto, es el ejemplo más patente de quien no tiene poder. Sólo quien se hace así de humilde, quien reconoce que sin Dios no puede nada, es el que puede abrirse a su acción maravillosa.

Santiago, en el fragmento de la carta que leímos, muestra haberlo comprendido. "Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad". Donde hay búsqueda de poder hay competencia, rivalidad, enemistad, etc. Un discípulo de Jesús está llamado a ser testigo del único que nos une, nos da paz y hace felices. Su amor es tan grande y gratuito que es inútil competir por él.

Ser humilde no es fácil, en una cultura que nos lleva a ansiar el éxito, a veces sentimos la tentación de acceder a sus seducciones. Pero el Señor nos asiste como nos dice el salmo:  porque "Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida".

A este Dios tan bueno, le vamos a pedir que nos ayude a servir como su Hijo, que no vino a ser servido sino a servir; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, ella que es la mujer humilde por excelencia, nos regale imitar su humildad y su disponibilidad al Espíritu, para que su Palabra sea fecunda en nosotros.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo B.

1ª lectura:  Isaías 50,5-9a; Salmo 116(114),1-2.3-4.5-6.8-9; Epístola de Santiago 2,14-18; Evangelio según San Marcos 8,27-35. 

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que protege a los sencillos, como dice el salmo y lo demuestra toda la historia de la Salvación.


Hoy contemplamos un texto del evangelio que, como tantos otros, da mucho para meditar.

Primero: la pregunta de Jesús es como un termómetro que muestra qué es lo que la gente de su tiempo piensa de Él. Pero es, sobre todo, una pregunta para meditar hoy: ¿quién es Jesús para mí? No voy a responder porque cada persona debe hacerlo. Lo que sí voy a señalar es que, si Jesús no es una persona importante en nuestra vida, vamos mal. Si Jesús es sólo una "presencia simpática" de domingo que olvido durante la semana, y no transforma nuestra vida, estamos errando el camino. También erramos si lo consideramos importante, pero no seguimos sus enseñanzas, si no somos coherentes. Los invito entonces a meditar esta pregunta: ¿quién es Jesús para ti hoy?

Segundo: Jesús anuncia lo que le va a suceder por ser fiel al proyecto de amor del Padre por nosotros: anuncia su Pasión. En Él se cumplen las palabras del profeta Isaías que meditamos en la primera lectura. Jesús asume las consecuencias de su decisión confiado en que el Padre lo sostiene, y en que, como dice el salmo, "El Señor es justo y bondadoso, nuestro Dios es compasivo; el Señor protege a los sencillos". 

Tercero: Una vez más, nuestro querido Pedro nos representa con sus actitudes contradictorias. A la pregunta de Jesús sobre quién dicen los discípulos que es Él, Pedro, en nombre de los doce, hace una profesión de fe, que en el evangelio paralelo de Mateo le hace merecedor de una felicitación de Jesús. Sin embrago, igual que tantos de nosotros, da tres pasos y echa por tierra el reconocimiento logrado instantes antes. Su impulsividad, y el deseo de "no perder" a Jesús lo llevan a "desubicarse", en el sentido literal de la expresión, dejó su sitio de discípulo y se puso en lugar de maestro al reprender a Jesús. La respuesta de Jesús, que parece muy dura, lo "re-ubica" al decirle "ve detrás de mí", es decir, "vuelve al lugar del discípulo", y lo hace reflexionar sobre la distancia que muchas veces hay entre nuestros pensamientos y los de Dios. El llamar a Pedro Satanás, que en hebreo significa "adversario", nos hace reflexionar, según el discernimiento de San Ignacio de Loyola, cómo muchas veces el mal espíritu se "disfraza" de buen espíritu, y busca alejarnos de la Voluntad de Dios, a veces a través de personas que queremos tanto, y con propuestas que son "buenas". Es decir, la intención de Pedro es "salvar la vida" de Jesús, pero para eso es necesario que Jesús deje de ser fiel, deje de anunciar el evangelio, se esconda, y por tanto, no nos salve; muy lejos de la Voluntad de Dios, y muy beneficioso para el mal espíritu.

Cuarto: De ahí que Jesús continúe con una enseñanza para todos los discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará". Así nos ayuda a distinguir entre vida y Vida, es decir, podemos mantener la vida física, pero perdernos como personas, al romper la relación con Dios y nuestros hermanos, o podemos aspirar a la Vida plena, en plena comunión aunque esto implique riesgo para la vida física. En otro momento nos dice: "¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?" Por otro lado la expresión "cargar la cruz" merece una aclaración: no es una llamado a la resignación como muchas veces se lo ha interpretado, como por ejemplo, cuando una persona acepta el maltrato de su esposo/a porque "es la cruz que le tocó cargar", u otras expresiones por el estilo. A lo que Jesús se refiere con cargar la cruz es a asumir las consecuencias de amar como Él ama, "amar hasta que duela" decía la Madre Teresa, amar hasta las últimas consecuencias, amar hasta dar la vida. Sabemos que amar así se nos hace difícil, pero es Dios mismo el que nos regala su Gracia para hacerlo posible, "porque Él escucha el clamor de mi súplica, porque inclina su oído hacia mí cuando yo lo invoco".

A este Dios tan bueno, le vamos a pedir que nos ayude a amar como Él nos ama; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que interceda para que pongamos siempre primero la Voluntad de Dios antes que la nuestra, para que cada vez más nuestros pensamientos se parezcan a los de Dios.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, ciclo B.

1ª  lectura: Isaías 35,4-7a; Salmo 146(145),7.8-9a.9bc-10; Epístola de Santiago 2,1-5; Evangelio según San Marcos 7,31-37.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que sana nuestras sorderas y nos devuelve la voz.

Contemplamos otro episodio donde a una persona, el encuentro con Jesús le cambia la vida. 

Un sordomudo es curado mediante gestos y palabras de Jesús. Pero esta sanación es mucho más que física. Sabemos que en el tiempo de Jesús, personas con enfermedades o discapacidades eran considerados responsables de su dolencia, es decir, consideraban que sus dificultades se debían a su pecado o el de sus padres. Esta mentalidad dejaba a este tipo de personas aisladas de la comunidad, y también de la relación con Dios, cargándolas de sufrimiento. La sanación física que le regala Jesús tiene como consecuencias otras sanaciones: la persona es reintegrada a la comunidad, es como una "sanación social"; con su acción Jesús demuestra que Dios no abandonó al sordomudo, que, como dice la carta de Santiago, "Dios no hace acepción de personas", y que la no es responsable de su dolencia. Jesús sana a la persona integralmente, liberándola de un sufrimiento que llamaría existencial, es decir, de una dolorosa existencia; es como si esta persona naciese de nuevo. No creo que Jesús necesitara hacer los gestos que hizo para sanar al sordomudo, y ¿por qué los hizo? Porque respeta y asume nuestra naturaleza, y sabe que necesitamos signos concretos, palpables, de su presencia y su amor. Estos mismos gestos y palabras, Jesús los dejó en la Iglesia, en lo que llamamos sacramentos, para que hoy nosotros nos encontremos realmente con Él.

De esta forma se cumple en Jesús la profecía de Isaías: "Dios mismo viene a salvarlos!".  Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos;  el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa; el páramo se convertirá en un estanque y la tierra sedienta en manantiales... Porque, como dice el salmo: "El Señor hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos, y endereza a los que están encorvados. El Señor ama a los justos, protege a los extranjeros, y sustenta al huérfano y a la viuda".

Con razón la gente decía admirada: "Todo lo ha hecho bien"

A veces, también nosotros parecemos ciegos y no sabemos descubrir la presencia de Dios en nuestra vida; otras veces parecemos sordos, y no escuchamos su Palabra ni la de nuestros hermanos; y muchas veces somos mudos, que no hablamos del amor de Dios a otros. También como comunidad a veces nos portamos así. A veces siento que la comunidad está como muda, y eso no es sano, porque deja toda la responsabilidad en la mano de los sacerdotes, olvidándose que éstos están "de paso" (la comunidad es la que permanece), y que la misión del sacerdote no es ser jefe de un ejército, sino servidor de la comunidad, siguiendo el ejemplo de Jesús, que no vino a ser servido sino a servir. Es necesario que la comunidad haga oír su voz, que participe más en las decisiones, porque por el bautismo todos participamos de la condición de Jesús de ser Sacerdote, Rey y Profeta. Todos somos responsables de la comunidad.

A Dios, Padre Bueno, le vamos a pedir que nos sane de todo aquello que nos aísla de los demás y de su amor; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, le vamos a pedir que nos proteja y ayude a asumir el compromiso que cada uno tiene para que la comunidad sea cada vez más como la Sagrada Familia, una familia donde reina el amor de Dios.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Domingo XXII del Tiempo Ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Deuteronomio 4,1-2.6-8; Salmo 15(14),2-3.4.5; 2ª lectura: Epístola de Santiago 1,17-18.21b-22.27; Evangelio según San Marcos 7,1-8.14-15.21-23.

¡Qué bueno es Dios! que, en Jesús, nos enseña a ser auténticos y coherentes de palabra y obra.

Luego del hermoso recorrido que hicimos por el capítulo seis del Evangelio de San Juan, hoy volvemos a Marcos, y nos encontramos una vez más  a los fariseos y escribas importunando a Jesús. ¿Cuál es la razón? Los discípulos no cumplen con los ritos de purificación. Es bueno distinguir que no se trata aquí de temas de higiene, sino de pureza ritual, lo que desencadena la corrección de Jesús y el llamado de atención sobre lo que hace impuro al hombre, que es lo que sale de él.

Varias veces Jesús corrige a los fariseos y maestros de la ley, por atar pesadas cargas al pueblo, y no ser capaces de empujarlas con un dedo. De la ley de Moisés habían hecho derivar más de seiscientos preceptos, convirtiendo a la ley de un instrumento a un obstáculo para la relación con Dios. De esta manera violaron el mandato de Moisés que leímos en el libro del Deuteronomio: "No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno"Son los malos pastores que la profecía denuncia por haber dispersado al rebaño, porque dejaron fuera de la relación con Dios a los pobres, los enfermos, los extranjeros, los marginados de la época. Y es más duro aún. En el evangelio de Mateo, Jesús los llama "sepulcros blanqueados", impecables por fuera pero llenos de podredumbre por dentro. Se presentan frente al pueblo como los "perfectos", pero en realidad no viven de acuerdo a lo que predicaban. Representan lo que Jesús recuerda de la profecía de Isaías: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos"

Jesús, en cambio, le enseña al pueblo, y a nosotros, a ser coherentes y a cuidar el corazón, o mejor dicho nuestra espiritualidad. Debemos estar vigilantes para mantener limpio el corazón, y no lo vamos a hacer mediante ritos externos, sino mediante la oración, la escucha de la Palabra, la participación en los sacramentos, el compartir nuestra fe en comunidad. De esta manera podremos, como dice el salmo, habitar la casa del Señor, habitar en su amor, que es el único que nos puede hacer plenamente felices.

A Dios le vamos a pedir que nos regale la gracia para ser coherentes como Jesús; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que proteja nuestro corazón de todo aquello que nos aleja de Dios.