sábado, 22 de septiembre de 2018

Domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Sabiduría. 2, 12. 17-20; Sal 53, 3-4. 5. 6. 8; Santiago. 3, 16; 4, 3; Evangelio según San Marcos. 9, 30-37.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios! que, en Jesús, es un Maestro Bueno que nos enseña con paciencia.

El texto del evangelio que meditamos hoy nos habla de esto, de Jesús Buen Maestro. 

Jesús anuncia a sus discípulos la Pasión, pero ellos parecen estar en otra sintonía. Él les está hablando al corazón, les está enseñando aparte, algo muy importante que la multitud no está preparada para oír, pero ellos no lo escuchan. Mientras Jesús habla de su condena y muerte, ellos se cuestionan sobre quién de los Doce es el más importante. Esta actitud es escandalosa, pero el evangelio varias veces nos cuenta cómo los discípulos parecen no entender nada. Jesús lo constata, y ni siquiera necesita que respondan su pregunta ¿qué venían conversando? 

¡Tanto nos conoce Jesús! y entonces, con infinita paciencia y amor, les vuelve  a enseñar "Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos". Lo enseña de palabra, pero sobre todo con su vida. Él, siendo el Primero, en la cruz se hizo el último de todos por amor para salvarnos. Su entrega de amor en la cruz es el supremo servicio que hizo a la humanidad. Quien quiera seguirlo debe tomar su cruz, servir como Él sirve. Como parecen aún no entender, Jesús pone como ejemplo a un niño. Como sabemos en la época de Jesús el niño no era tenido en cuenta en absoluto, es el ejemplo más patente de quien no tiene poder. Sólo quien se hace así de humilde, quien reconoce que sin Dios no puede nada, es el que puede abrirse a su acción maravillosa.

Santiago, en el fragmento de la carta que leímos, muestra haberlo comprendido. "Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad". Donde hay búsqueda de poder hay competencia, rivalidad, enemistad, etc. Un discípulo de Jesús está llamado a ser testigo del único que nos une, nos da paz y hace felices. Su amor es tan grande y gratuito que es inútil competir por él.

Ser humilde no es fácil, en una cultura que nos lleva a ansiar el éxito, a veces sentimos la tentación de acceder a sus seducciones. Pero el Señor nos asiste como nos dice el salmo:  porque "Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida".

A este Dios tan bueno, le vamos a pedir que nos ayude a servir como su Hijo, que no vino a ser servido sino a servir; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, ella que es la mujer humilde por excelencia, nos regale imitar su humildad y su disponibilidad al Espíritu, para que su Palabra sea fecunda en nosotros.

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